Para los nagarianos – gente como tú que estás leyendo en este momento este artículo – las ciudades son colmenas de historias. Lugares donde la creación se forja a través de la ley de la supervivencia. A veces, el boceto de una idea social puede suceder durante un paseo en una avenida (… no olviden que Carlos Marx está enterrado en el cementerio de Highgate de Londres). Londres insta a que “el por-qué- vivo-aquí” se cuestione con sólo ver esta ciudad. El paisaje humano es imprescindible para vivir y hay urbes donde este panorama se te aparece sólo en las aceras. En otras, en cambio, hay que subirse al automóvil y apearse donde haya un centro comercial, un bar o una cafetería determinada, o una reunión de individuos para saber qué milagros pasa a alrededor de un accidente.
Pues bien durante mis cortas vacaciones en la capital británica estas pasadas navidades, pude comprobar estos elementos arriba expuestos y hacer algunas reflexiones al caso. Por ejemplo, que similar puede ser un viaje en el underground de la línea Picadilly con la línea azul del metro de Barcelona o la del metromover en Miami. Las tres ciudades poseen una cosa en común en este transporte público: la mayoría de los pasajeros que han tomado asiento, tienen sus manos sostenidas a un smartphone. Sus yemas, de tecla en tecla, no paran de bailar sobre la pantalla. Eso sí, en Londres, hay un silencio casi sepulcral en el metro; en Miami hay un término medio en el tono; mientras que el vocerío popular en los vagones, es habitual y, hasta a veces algo trágico, cuando un estirón de bolso sucede o cuando los pedigüeños te espetan a que sueltes unos centavos en la ciudad de Barcelona.
Londres está hoy preocupada por si los búlgaros o los rumanos entran en su territorio ahora que legalmente pueden hacerlo en la Unión Europea. O incluso aterrados si les cae el pastel de Escocia y decidiese separarse del Reino Unido este año tras el referéndum.
Los museos y galerías siguen siendo la mayor atracción de la ciudad por la calidad de sus instituciones y su gratuidad. Vi Facing the Modern: The Portrait in Vienna 1900 en la National Gallery…. Ver a Klimt, a Kokoshka o a Shiele juntos fue una interesante experiencia, no siempre posible, para entender el expresionismo germánico. Asociar a los tres el ascenso de la ciudad de Viena al psicoanálisis y al soporte de la gran burguesía, confirma lo dicho en el primer párrafo: la ciudad es un vertedero de ideas cuando hay demanda social y condiciones para ello. Fui a la más que notable Saatchi Gallery a ver una monográfica de los artistas jóvenes y no tan jóvenes que viven hoy en Londres llamada Body Language…y por supuesto a la guinda y siempre sorprendente Tate Modern. Esta fábrica de sueños en grande y punto de reunión de los que amamos el arte contemporáneo. Vi los trípticos de Francis Bacon y, un pequeño autorretrato de Lucien Freud y una hermosa sala dedicada sólo a Cy Towmbly; increíble sus lienzos gigantes de trazos rojos en espiral.
Hice también lo clásico y algunas veces estúpido: recorrer los muelles junto al Támesis en marejada alta. Ir a Saint Paul y encontrar la catedral a punto de cerrar. Ir a la Torre de Londres y fantasear con los martirios humanos que cuentan las leyendas. Observar el Big Ben desde la vista clásica del puente. Ir al Palacio de Buckingham… por decir que has ido. Entrar en un pub a tomar una manzanilla con anís, en vez de una cerveza negra. Llegar a Harrod´s y buscar una tacita de cerámica de cuando se casaron Diana y el príncipe de Gales (uno también es un “idiota” social) para regalárselo a tu madre y renunciar a ello por el importe de su valor (muy catalán), hacer una foto a los dependientes con su sombrerito blanco y observar los vinos y coñacs franceses de sus bodegas; algunos al increíble precio de $15.000 un Chateau Latour de 1997, y una botella de Armangac de $ 113.000. Recorrí Chelsea, Hampsteand, el East End, Primrose Hill, Westminster, La City, Notting Hill, Hyde Park, South Bank… y este hermoso mercadillo ubicado en Camden donde lo multitudinario, lo cutre, lo único, lo antiguo y lo barato hacen un matrimonio en grupo de primer orden. Me perdí, también, entre los pasillos del Borough Market, esta cuna de la alimentación gourmet británica, y me hice amigo de un chocolatero al probar su particular tableta de 75% de cacao de Saint Lucie con pieles “confitadas” de naranja amarga… insuperable.
También visité un hospital de urgencias antes de coger el avión. Allí pude comprobar la amabilidad y la atención de los médicos y enfermeros británicos por una gastroenteritis el primer día del año al grito de Help me… I have a stomach pain please. Unas nueces rancias compradas en un tiendecita de paquis jodieron la entrada del año. Al salir, le agradecí al sol y al frío la bienvenida y despedida que me dieron. Por eso pienso que Londres no era Londres sin su neblina plúmbea ante mis ojos… que le vamos hacer.
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