—Sí que es arrevesado ese monito— le dijo el güere a la patojita. Tiene como una carita de niño viejo que lo hace a uno partirse de la risa. Pero el condenao no se deja ni tocar.
—Es un niñito malcriado— respondió ella recogiéndose detrás de la oreja las tres greñas que le colgaban sobre la nariz.
Cuando eso sucedía, que era casi todo el tiempo, la patojita hacía una mueca con los labios para soplarse las hebras del cabello negro tornasol, ala de cuervo, que parecía embetunado de petróleo, hasta que impaciente no le quedaba otro remedio que dejar al mono colgando del cuello, chillándole en la oreja, y recogerse los flecos con las manos.
—Me lo trajo mi papá del sur. Se llama Araña— el mono se metía un dedo casi humano en la boca.
—Tiene dedos de negro viejo, patojita— dijo el güere y se rió de su ocurrencia, aunque a ella no le hizo ninguna gracia.
—Tú no le gustas. Eres un poco tonto, sabes— respondió la patojita y le bizqueo los ojos, antes de sacarle la lengua e irse corriendo.
“Tenía deseos de fumar y saqué la pipa. Estaba como siempre, en mi bolsillo. Yo no perdía mis pipas como los soldados. Es que era muy importante para mí tenerla. En los caminos del humo se puede remontar cualquier distancia, diría que se pueden creer los propios planes y soñar con la victoria sin que parezca un sueño; solo una realidad vaporosa por la distancia y las brumas que hay siempre en los caminos del humo. Muy buena compañera es la pipa; ¿cómo perder una cosa tan necesaria? Qué brutos.”
El güere estaba sentado sobre una piedra gigante. Se llevó por instinto la mano a uno de los bolsillos del abrigo y sacó una pipa barata que le había enviado un amigo de Las Vegas. Dejó a un lado El Decamerón, abriéndolo a caballo sobre el muslo, para que no se le desmarcara la página. Sacó la pipa y la picadura y comenzó a rellenarla. A unos tres pies el jefe descansaba tras un almuerzo medio improvisado. Forzando la vista casi podía leer lo que había escrito. Se había dormido con el cuaderno abierto sobre el pecho, subiendo y bajando con la respiración.
Era un tipo raro el jefe. Se lo podía odiar o adorar, sin términos medios. Por eso el güere lo miraba con recelo. No tenía ni la más puta idea de porqué era tan raro. Venático hijoeputa, dijo entre dientes mientras apretaba con un gesto de dolor los labios cuarteados del frío y daba fuertes chupadas para encender la pipa. Envolvió el libro con una hoja de periódico y guardó el nylon de la picadura en uno de los bolsillos del pantalón. Se alejó unos pasos, pero la curiosidad lo hizo volverse y caminar sigiloso hasta la hamaca del jefe. Se quedó quieto, sin respirar, leyendo el otro párrafo.
“No eran tan brutos; tenían actividad y cansancio de actividad. No hace falta pensar entonces y ¿para que sirve una pipa sin pensar? Pero se puede soñar. Sí, se puede soñar, pero la pipa es importante cuando se sueña a lo lejos; hacia un futuro cuyo único camino es el humo o un pasado tan lejano que hay necesidad de usar el mismo sendero. Pero los anhelos cercanos se sienten con otra parte del cuerpo, tienen pies vigorosos y vista joven; no necesitan el auxilio del humo. Ellos la perdían porque no les era imprescindible, no se pierden las cosas imprescindibles.”
Dormía como un niño. Un sueño profundo y ligero al mismo tiempo. ¿O sólo descansaba? El güere miraba el rostro del hombre, la barba dispareja, y recordaba cuando se habían conocido unos meses atrás en una casa de tránsito en Bulgaria. Parecía un viejo doctor con gafas de armazón de pasta y una calvicie precoz. No sabía a ciencia cierta por qué no le simpatizaba. Era ocurrente, pero ausente. Miraba con la distancia de un capataz.
“¿Tendría algo más de ese tipo? El pañuelo de gasa. Eso era distinto; me lo dio ella por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso. La dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta la muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y tal vez saldría en el Life con una mirada agónica y desesperada fija en el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a que negarlo.”
No pudo evitar una carcajada. Tenía sentido del humor. Un humor trágico, empalagoso como un tango. Quizá hasta valía la pena conocerlo mejor. Al güere no le gustaba ser amigo de los jefes, pero algo lo atraía. A lo mejor eran las historias de un joven médico que recorría el continente en motocicleta antes de convertirse en un militar improvisado que se tomaba las cosas demasiado en serio. Culto, receloso, cáustico, demasiado artificial para su gusto. Los hombres que están todos los días a punto de morir deben de ver las cosas con desenfado. Pero ahora acababa de leer un párrafo irreverente y el güere reía a carcajadas. Si que tiene sentido del humor, carajo.
—¿Y a vos que bicho lo ha picado?— preguntó desperezándose.
—Na. Que pensaba que era un lord inglés— respondió el güere sin dejar de reír.
—¿Cómo?— preguntó incorporándose extrañado—. Estos cubanos están todos locos.
El diario cayó al suelo.
—¿No se le perdió nada?
—Nada.
—Piense bien—. Se palpó los bolsillo. Todo en orden, pensó.
—Nada— repitió como un eco.
—¿Y esta piedrecita? Se la vi en el llavero.
—Ah, carajo.
“Por el humo, anduve mis viejos caminos y llegué a los rincones íntimos de mis miedos, siempre ligados a la muerte como esa nada turbadora e inexplicable, por más que nosotros, marxistas-leninistas explicamos muy bien la muerte como la nada. Y, ¿qué es esa nada? Nada. Explicación más sencilla y convincente imposible. La nada es nada; cierra tu cerebro, ponle un manto negro, si quieres con un cielo de estrellas distantes, y esa es la nada-nada; equivalente: infinito.”
—Yo no sabía que usted escribía, comandante— se atrevió a comentarle aquella noche.
—¿Y usted es de los que se entretienen husmeando cosas ajenas?— respondió el hombre, chupando fuerte de la pipa.
—No, qué cosas se le ocurren, hombre— protestó el güere con un mohín virándose hacia otro lado.
—¿Y entonces qué? ¿Se lo contó un pajarito?
—Bah, no sé pa’ qué me meto en esas cosas. No soy más que un guajiro bruto— el güere hizo como que se levantaba.
—Siéntese compadre… es una orden —dijo el otro soltando una espiral de humo.
—Bueno, leí por casualidad. Tenía el diario abierto sobre el pecho—. Hizo un gesto para acompañar las palabras.
—Escribe bien, sabe, comandante. Claro que prefiero El Decamerón. No me va a creer que lo he leído como veinte veces.
—Le creo.
El güere no pudo evitar una carcajada. Algún animal mordisqueaba ramas secas a su derecha. Quizás una rata.
—Usted tiene cada ocurrencias—. Se refería a esta última respuesta, tan sorprendente y lacónica que le daba risa. Lo del Decamerón había sido un comentario que no llevaba ninguna respuesta, o quizás otra evasiva, un no me diga, ¿en serio? Pero el hombre le había salido con aquello de Le creo. Iba a ser difícil conversar con alguien que respondía hasta los comentarios que cualquiera sabía no llevaban respuesta. Entonces se dio cuenta, quizás él no, pero su subconsciente, esa memoria vaga que lo registra todo, que este comentario lo llevaba al anterior, era en todo caso el mismo comentario conjugado de otro modo. Se sonrojó al descubrirse redundante y escaso de palabras, repitiendo no solo la misma idea sino las mismas expresiones. Eso era él, un inválido expresivo arrastrándose sobre muletas, muletillas. Y pensó que el idioma tenía también sus ocurrencias, como si en el principio hubiera sido la mula y después el artefacto, que más que mula le recordaba una horquilla. Y una horquilla le recordaba una horca. A veces se quedaba horas pensando en estas cosas. Había aprendido a leer de viejo. Gracias a aquella manada de niños que subieron las lomas con farolas y cartillas después que triunfó la revolución. Aunque ya él no estaba en las lomas en aquel entonces y su alfabetizador venía todos los días al cuartel que él comandaba y se sentaba paciente a explicarle como hilvanar letras y palabras. Pensaba cosas que ni se atrevía a preguntar. Una tarde estaban separando palabras y no sabe por qué razón, o si estaría en la cartilla, a aquel chiquillo se le había ocurrido la palabra portafolio. Le explicaba que era una palabra compuesta, que significaba portar folios o documentos. Después de pensar un rato, como parar demostrarle que entendía, que no era tan seso hueco, el primer ejemplo que le vino a la mente fue portañuela. ¿Venía de portar?, pero ¿portar qué? ¿acaso la gente fina le llamaba al pene ñuela? El joven se le había quedado mirando como si hubiera visto platillos voladores. No, no capitán. En ese caso es diferente, porta viene de puerta, entrada, es como si dijera puertecilla, explicó sonriendo nervioso. Ah, cará, que bruto soy. Pero la ignorancia sirve a veces de rompehielos, construye complicidades, destapa la confianza, pensaba el güere. Aquella noche antes de irse el joven maestro se despidió: —Bueno capitán, no trabaje tanto y descanse, vaya con su familia que de vez en cuando hay que atender la ñuela—. Ese recuerdo lo hizo estallar en una carcajada que interrumpió la cadena de pensamientos que se iban enlazando. Había callado unos minutos, pero en su mente fue una eternidad.
—Usted tiene cada ocurrencias—. Repetir la frase era como borrar las pausas, eso le parecía al menos. Un comodín para hablar de la lectura que había comenzado a obsesionarlo.
—¿No ha pensado que quizás esta describiendo su propia muerte comandante? Las palabras llaman a las desgracias. Eso me decía mi madre.
—No sea supersticioso, ché. Esas son supercherías, cuentos de viejas.
—Bueno, si usted lo dice. Pero yo más bien creo que las palabras son como un rezo, pueden anticipar lo que vendrá. Y pueden traer cosas malas. Por si acaso no se le ocurra escribir de mi. Así, de esa manera, despanzurrado sobre una camilla, como si fuera un perro muerto.
—De acuerdo. ¿Y qué le hace pensar que escribiría sobre usted?— preguntó en tono burlón el otro hombre.
—Se lo digo por si acaso—. Se quedó mirándolo curioso y luego comenzó también a reír.
—Ya lo he terminado.
—¿Qué cosa?
—El cuento ese, el de la pipa, que usted anduvo curioseando.
—Ah.
El jefe se levantó para marcharse. Dio dos pasos largos y luego regresó. Arrancó unas páginas del diario y se las alargó diciendo: —Aquí le dejo, por si quiere leerlo. Pero me las devuelve mañana. Temprano, ¿de acuerdo? Fíjese que no tengo copia—.
—Así mata su curiosidad—, añadió por encima del hombro, y el güere alcanzó a ver esbozada aquella sonrisa pícara, casi infantil, que recordaría tantos años después. Tartamudeó alguna palabra inteligible. Algo así como no me lo esperaba, pero claro, será un gusto. Mientras el otro le daba la espalda y se alejaba a grandes trancos.
Cada vez que se llevaba una pipa a la boca le daba nauseas. Ahora estaba en una finca en las afueras de Antigua. Volvió a hacer una ruta peligrosa atravesando más de tres países, burlando los pasos fronterizos, cambiando pasaportes, maquillándose en baños de aeropuertos, trenes. A veces se sentía como un actor. Solo que si fallaba no le lanzarían tomates podridos. Se quedó mirando a la patojita que se alejaba con su mono colgado del cuello. Tenía manos de hombre. Se miro las suyas, abriendo y cerrando el puño varias veces. Sintió escalofríos. Que tipo de animal somos, capaces de mutilar nuestras víctimas, de guardar unas manos o una cabeza de trofeo. Había estado con Arguedas. Se vieron a escondidas. El militar sacó una lata de pintura de debajo de su cama y al abrirla un hedor nauseabundo se esparció por la habitación. Son las manos suyas, se las quiero mandar a Fidel. Iba a decir algo cuando una cadena de arqueadas involuntarias lo enmudeció. El otro se había tapado la boca con un paño húmedo que cogió de encima de la mesa. Eran dos garras blancuzcas y estridentes como las patas de un tritón. Costaba trabajo pensar que hubieran pertenecido a un ser humano.
Ahora estaba lejos, en un lugar seguro, si es que había algún lugar seguro en esta tierra. Al menos entre amigos, si es que existían realmente los amigos y todo no era más que un circo de alianzas y conveniencias. Antes de desvestirse palpó los bolsillos del abrigo. Había regresado a La Higuera a desenterrar aquellas pobres cosas: dos pipas y un cuento. Arriesgarse por tan poco y sin que nadie le hubiera dado esa orden. La orden era que saliera del país cuanto antes, rumbo a Hungría o Bulgaria. Pero como a esas alturas ya no creía en nadie prefirió seguir su propio instinto.
—Caímos en una ratonera— dijo midiendo con la vista a su interlocutor.
El otro trenzó los dedos de ambas manos, al tiempo que cruzaba las piernas, y acomodó entre ellas la rodilla. Estaba tan calmado que se notaba inquieto. La pantorrilla que colgaba temblaba, de ansiedad o por el tic natural de la sangre que bombean las arterias al presionar un muslo contra otro. El tiempo es lo único continuo. Una máquina que no se detiene ni siquiera cuando nos quedamos inmóviles, sin respirar apenas, reparando en detalles que antes hubiéramos pasado por alto: una manos gruesas, los dedos huesudos, las uñas desproporcionadamente largas, casi femeninas.
—Construir para destruir para volver a construir—, dijo como hablando consigo.
—Una ratonera tan precisa que no quedó más remedio que salir en desbandada, al sálvese quien pueda.
—Una bala me rozó la sien y al caer perdí el conocimiento. Esos segundos bastaron para salvarme. Cuando regresaron a recoger los cuerpos ya me había arrastrado lejos hasta un pedazo de jungla.
—¿Por qué no te comunicaste con nosotros?
—Lo intentamos pero Manila nunca respondió. Perdimos todos los enlaces. Pensé que ya no era una vía segura—.
Observaba los más leves gestos. Sabía que hay dos niveles de conversación: lo que se dice y lo que se piensa. Y en este último los gestos son más elocuentes que las palabras. No escuchaba, oteaba con los ojos entrecerrados de un ave de presa. Demasiadas guerras para no haber aprendido que un sobreviviente es considerado traidor mientras no demuestre lo contrario. Para no saber que en esas circunstancias una palabra te condena o te salva.
—Menos mal—. El otro se reclinó relajando los músculos del rostro—. Hay que celebrar tu buena suerte. ¿Y dónde están las manos?
“Nosotros enterramos a nuestros muertos, es una tradición. […] Ha sido así, y siempre será. Pero nosotros nos preguntábamos: ¿Qué hacer con las manos del Ché? Es de su materia física lo único que nos queda. No sabemos siquiera si algún día podremos encontrar sus restos. Pero tenemos sus manos prácticamente intactas. Y es por eso que nosotros queremos preguntarle al pueblo cuál es su criterio (Exclamaciones de: “¡Conservarlas!”), ¿Qué debemos hacer con las manos del Ché? (Exclamaciones de: “¡Conservarlas!”) ¡Conservarlas! (Aplausos)”
Ahora que lo piensa fue un pronto perverso, no sabe ni por qué lo hizo, pero no fue por maldad, en realidad las palabras salía de su boca sin que él mismo pudiera creerlo, como si fuera el muñeco de algún caprichoso ventrílocuo. Estaba tenso, necesitaba desahogarse, compartir la gravedad de su historia con alguien. Agota recorrer medio mundo cargando un secreto que puede costarte la vida. Y a estas alturas, el güere no confiaba en nadie.
—Mira patojita. Te voy a mostrar algo que nunca has visto. Un trozo de historia. En el futuro oirás hablar mucho de este hombre.
—Un hombre grande… a su manera—, añadió tras una pausa.
La patojita lo miró incrédula y curiosa, con esa mirada que solo tienen los niños y algunos animales salvajes.
—Pero no se lo digas a nadie, ¿eh? Ese va a ser nuestro secreto.
Se inclinó y alzó uno de los bordes de la sobrecama.
—¿Sabes que es esto?— dijo incorporándose.
La patojita lo miró espantada, dio un respingo hacia atrás cubriéndose la nariz y apretó a su mono contra el pecho.
—¡Ustedes la gente grande son más extraños y asquerosos!— gritó huyendo despavorida.
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Joaquín Badajoz. Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la American Comparative Literature Association (ACLA) y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese (AATSP). Miembro de los consejos editoriales de Glosas (ANLE),RANLE (Revista de la ANLE) y OtroLunes (Madrid/Berlín). Ha publicado ensayos, reseñas, crítica de arte, poesía y narrativa en revistas y antologías de EE.UU., España, Francia, México, Panamá, Polonia y Cuba. Coautor de Enciclopedia del Español en Estados Unidos (2008), Hablando bien se entiende la gente(2010) y Diccionario de Americanismos (2010). Es columnista de El Nuevo Herald (EE.UU.), editor de portada y noticias de Yahoo y director editorial de Editorial Hypermedia (Madrid).
email: jbadajoz@aol.com