Abres los ojos lentamente, como si el mundo te pesara en los párpados. Tendido en medio de la sala de estar, todo gira en espiral a tu alrededor. Dos aspirinas, piensas, y el mundo entrará en equilibrio. El aliento te sabe a tabaco y tequila, pero el alma te susurra en frecuencias geométricas. La procedencia de una voz pronuncia el sustantivo que aúna tu minucia: Papá, ¿estás bien? Es Aurora, tu hija, y hoy le falta el tierno artilugio de su sonrisa. Te sientes miserable al ver el gusano de la incomprensión comerse el rostro de pétalos de la niña. Ella dice que te ves mal. Feo. Tratas de incorporarte y reciprocas su preocupación con una sonrisa. Tienes que ir al médico, asegura. Teresa entra en tu vago campo de visión y la separa de ti como quien teme al contagio de alguna enfermedad terrible. Le dice que es tarde, que se marchan para el colegio y que Papá se pondrá mejor para cuando él vaya a recogerla en la tarde. Antes de cerrar la puerta, atisbas a encontrar los ojos opacos de Teresa. Los miras pero no los ves. Ella se inclina hacia ti levemente y pronuncia su sentencia:
Esto se acabo, ¿me oíste? Se acabó.
No respondes. No encuentras, y no creo que tengas, las palabras para hacerlo.
*
Cierras los ojos. No recuerdas la noche de anoche, pero no importa. La oscuridad es siempre igual y su efecto, el mismo. Permaneces inmanente e inamovible en un espacio sin geografía. Cierto grado de calma te abre el desierto vacío del corazón, donde las arenas se vacían del tiempo. Deberías preocuparte, pero no puedes. ¿Cuánto hace que desterraste la capacidad de sentir?
*
Hubo una vez un comienzo, una primavera exaltada cuando Teresa llegaba a tu vida, justo en aquel momento preciso en que una parte de ti moría. Habituado a los excesos, siempre fuiste el cínico errante que se cargaba los molinos porque no porque parecieran gigantes, sino porque simplemente no te gustaban. Terciaba tu vida, para ese entonces, entre desencantos amorosos y una vida familiar disfuncional. Eres lo que tienes, correcto, pero qué sed de afectos, ¿eh? Aún después de la muerte. Cualquiera de ellas. O todas. Total. Tu corazón era una tierra desierta de emociones, la mismísima levedad del silencio. Nadie sembraba jardines por tu sangre. Nadie palpaba la gravedad sistólica de tu soledad, relegada a los paseos por las sombras, por camas sin dirección física, por vasos insondables, por versos apáticos que comenzaban a dolerte en la enunciación y el ritmo con el eufemismo de artificiar la pena. Creías que ese vacío maldito de por siempre en la eternidad era una burla de algún dios sádico. Amor, para ti, era simplemente una palabra llana que rimaba con dolor.
*
Leíste una vez que la palabra japonesa para mente es la misma para el corazón. Como si fueran la misma cosa, ¿no? Por un estímulo de necesidades, siempre te intrigó el misterio que rige el aparato cardiovascular. Sabías que si se unieran todos los vasos de esta extensa red sanguínea y se colocaran en línea recta, cubrirían una distancia de sesenta mil millas, lo suficiente como para circundar la tierra más de dos veces. Pensabas que en algún ventrículo escondido se enconchaba la precisión inaudita de poder amar. Mente y corazón. ¿La misma cosa?
*
Creías que tu suerte cambiaría el día de la boda de Javier Apolonia, tu mejor amigo, con quien compartiste, en tus días de conquistas fortuitas, la creencia de que en el principio fue el sexo. Que luego vino la palabra y todas las cargas de su multiplicidad viral. Y que de ahí las bodas hayan nacido con el lenguaje hablado antes de convertirse en contrato escrito. En el reino del corazón, no existe tinta ni grafía.
Paradójicamente, Javier se hizo cardiólogo; y tú, creativo para una agencia de publicidad. En verdad el caos fue mayor que el misterio, porque tanto Barthes y tanto Jackobson, al menos te sirvieron para vender gaseosa y estilos de vida.
La boda, a petición de Sara, la prometida, se efectuó en la playa. El mar purifica, reclamaba ella. En el mar se encuentran todos los destinos de la tierra.
Frente al mar, ese día conociste a Teresa. ¿Tendría algún sentido de propósito?
*
Ojos negros en zoom in. Labios que filaban el borde de una copa. La sonrisa difusa, pero certera. El sueño de sodio y melena carmelina caminó en tu dirección.
¿Es Robert Vocoret?, te preguntó.
No, Salvatore Rosas, contestaste.
Ella sonrió e inclinó la mirada.
Me refería al vino, dijo, un tanto avergonzada.
[Vergüenza ajena, en todo caso].
Pues, no sé, pero podemos compartirlo, invitaste.
¿Me permites probarlo?, te miró.
Le ofrendaste el cáliz, pero ella se mostró sorprendida.
No era lo que tenía en mente, confesó a medio camino de ruborizarse.
No temas. La rabia sólo se transmite a través de una mordida, dijiste.
Sus labios se acercaron rubescentes y brillantes al borde de tu copa. El líquido fluyó pausado y con ritmo hacia su boca. Sus ojos te miraban mientras sorbías.
Es Vocoret, dijo. Borgoña blanco de uvas de Chardonnay.
Impresionado, dijiste:
¡Aaaaah! Una catadora de vinos…
Ella no pudo contener la risa.
No, dijo, y reprimiendo las carcajadas, señaló hacia la barra: Lo leí en la botella.
A tus espaldas, el gran despliegue de botellas que esperaban a ser servidas.
*
La tarde fue mágica y magnífica, magna y majestuosa. Su sonrisa, sus gestos; la manera en que sostenía la copa… todo en ella era un pretexto para enamorarla. Y, sobre todo, te parecía tan familiar. Como si siempre hubiesen estado juntos.
Esa tarde, mientras la recepción nupcial se desgastaba hacia su final, te dejaste ir entre el rumor de las olas, la brisa inquilina y el vuelo de las gaviotas.
Te acercaste demasiado a Teresa.
Tu boca encontró la de ella.
Te estaba esperando, te dijo entonces.
Mente y corazón fueron un mismo beso.
*
¿Sería un ser humano capaz de deshacerse de su caja para tocar en alma a otro ser humano? Tal vez. Pero el cuerpo es un conductor. Transmite energía. Y de las manos de Teresa, las cuales tomabas como si te anclaras al mundo, emanaban torrentes de paz y arresto, cierto calor narcótico que muy suavemente barría las sombras del pasado y los delirios del futuro. Por instantes, las palabras holgaban. El lenguaje se articulaba en el fondo de sus ojos, en la exuberancia de las caricias, en el vapor de los besos, en el ácido de la saliva.
Ya se habían penetrado.
*
Al atardecer, Teresa y tú tomaban un baño de litio bajo el sol moribundo que se suicidaba por el horizonte de agua. Ya casi se iban a reventar las ganas a otra parte cuando sinuosamente aparecieron Javier y Sara para despedirse. Qué coincidencia, le dijo Sara a Javier. Mi mejor amiga con tu mejor amigo. Eso es un quiasma, no una casualidad, dijiste. ¿Te lo creíste? Ya te habías convencido de que eras un ser inconcluso. Esa era tu perversión. Buscar siempre lo que nunca encontrabas. Pero te daba igual. Lo que valía era el viaje.
*
Ya una vez estuviste al otro lado de ese sangrado mar. Y ahora algo se te desajustaba pecho abajo. No comprendías qué era, pero sonaba a tamborileo malogrado.
*
Sentados en la arena, como quienes empollan el tiempo, Javier y tú fumaban unos Ducados mientras Teresa acompañaba a Sara en una caminata por el ruedo de la playa. Miraron el mar que se tragaba el sol.
¿Sabe ella que eres casado?, Javier asaltó el aire pletórico de rugidos del mar.
No soy casado. Soy masoquista, fue tu respuesta.
Entonaron el silencio.
¿Qué sucede con Verónica?, quiso saber tu amigo. Llevan años de matrimonio, ¿ya no funcionan juntos?
¿Cómo se llaman esos peces que viven sobre los tiburones y van con ellos a todas partes?, ignoraste a Javier. ¿Peces pilotos?
No tengo idea, contestó él. Soy médico cardiólogo, no biólogo marino. Pero, vamos, ¿qué tiene eso que ver eso mi pregunta sobre tu relación con Verónica?
Sí, sí, se llaman peces pilotos. Sabrás que el tiburón no tiene vida familiar. Vive solo, caza solo, no se ocupa de sus crías. El pez piloto vive de la vida que se adhiere a la piel del tiburón. Por eso viajan juntos a todas partes. El pez piloto mantiene en condición al tiburón, y el tiburón a su vez le da protección al pez piloto. Pero el tiburón no tiene relación exclusiva con el pez piloto, concluiste, ante la mirada indescifrable de Javier.
Juraste escuchar una voz que te llamaba desde mar adentro.
*
El corazón vive en su abismal caída, en postrera redención, encenagado por lo que nunca conocerá. No todo puede clasificarse y calificarse. Lo contrario sería una presunción irracional.
Sara y Teresa regresaron e hicieron notar su presencia con sus carcajadas de sal.
Mira lo que te decía, dijo Sara, damos la espalda, y ya se están abrazando. Acaban de tener su momento de mariconería vital.
Finalizadas las risas, Sara y Javier se despidieron. Más besos y más abrazos. Más juramentos de amistad eterna y lágrimas. Sara instó a Teresa a que se «portara bien». Totalmente, aseguró Teresa, modulando una media luna de sonrisa. Se abrazaron entre risas y lágrimas. Eran amigas desde siempre. Te voy a extrañar, aseveraron mutuamente.
¿Te extrañaría alguien a ti alguna vez? Extrañar: extra rara araña que teje extrañezas cuando uno esta solo. Tu sombra tomó la silueta de la soledad.
Bueno, bueno, bueno. Me estoy asustando, dijo Javier, empalagado por la melancolía. No es que vayamos para el patíbulo, ¿verdad? ¿O sí? Dime, tú, Sal, ¿tan malo es el matrimonio?
La pregunta llegó un poco a contratiempo con la vivacidad del momento. Javier, con disimulo, se secó el sudor de su rostro con un pañuelo, tal vez para esconder la brutalidad varonil que lo hizo abrir la boca con perfecto desacierto.
Nah, dijiste, para rescatarlo de su miserable estupidez. Todo depende de qué o cuál muerte los separe. Es un gran peso psicológico, ¿no les parece?
Javier torció su boca como quién sabe que ha develado la frontera difusa entre el miedo y la luz. Sara te miró con compasión y cordialidad. Teresa pescó tus ojos con el arpón suave de su mirada.
No, no. Eso debe ser una cosa… terrible, diría yo, dijo Javier, en un intento por retomar el momento perdido. Y que hasta que la muerte los separe, insistió en la burla. Imagínate. ¿Quién se inventó eso?
Un hombre, por supuesto, dijo Teresa. ¿A quién más se le ocurriría una cláusula esclavista?
Bajo las brazas anaranjadas del atardecer, Sara y Javier sonrieron mientras Teresa te regaló otro beso, lento y dúctil, casi etéreo.
Cuidado. Los besos incrementan la presión arterial de 60 a 140 pulsaciones, dijo Javier. Quedan prescritas dos aspirinas antes de besar. Son buenas para el corazón.
El beso es el lenguaje del corazón, dijo Teresa con un cielo de sonrisa.
¿Y qué si te pierdes en la traducción?, pensaste.
*
Teresa y tú caminaron lentamente tras ellos, que luego abordarían la gran limosina blanca para perderse entre vítores eufóricos y resentidos, pero inevitables por igual. Atrás quedaba la figurilla de los novios sobre los remanentes del bizcocho de bodas. Atrás quedaban Agamenón y Clitemnestra, y Layo y Epicaste, sus respectivos padres. Atrás quedaban amigos beodos y meditabundos.
Atrás quedaba el postulado; ahora advenía la resolución.
Entonces Verónica ya era una onomatopeya del sonido que hacen las cosas perdidas.
*
Cierto susidio desgarraba por tu garganta hasta golpearte el corazón como una marejada repentina y el instinto nocherniego te dijo que era hora de echar un pie por otra vereda. Teresa se aferró a ti bajo las primeras intermitencias de estrellas vespertinas y te dijo:
No sé a dónde vas, pero yo voy contigo.
Sentiste sus labios sellarse con los tuyos, como en un pacto. Se estremecieron. La sentiste respirar profundo. La sentiste caliente contra tu cuerpo. Su boca te tendió un puente. Te dispusiste a cruzarlo.
Aunque la ruta era la misma, de algún modo te parecía nueva.
*
De nuevo, abres los ojos lentamente. En tu cabeza resuena el tronido eco de una voz. ¿Le oíste? Se acabó, dice Teresa, que es como suenan las cosas al perderse. Buscas a Aurora y aún te parece verla llorando en el umbral de la casa. Se te pudre la vida, perro. Los días arrastran la gomosa hojarasca de haber besado la muerte en sus labios y de no ser otra cosa que lo que no eres. Vas nublado de dolor. Olvidas lo que en un principio te unió Teresa, y te preguntas si es la misma causa por la cual la relación entre ustedes ha acabado. La ambigüedad no es gratuita.
Esto se acabo, ¿me oíste? Se acabó, dicen las aspas del ventilador en tu cenit.
Se te pudre la vida, perro.
Tomas dos aspirinas y esperas su efecto en el corazón.
Suena el móvil y respondes con pesadez.
Hola. Soy yo. ¿Me recuerdas?, dice una voz de mujer que de pronto te recuerda la olvidada noche de anoche.
No respondes. No encuentras, y no creo que tengas, las palabras para hacerlo.
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter @elidiolatorre