Un día Jack Kerouac sentó al abismo en sus rodillas. Y lo injurió, como el que reprocha su rostro en su espejo. De aquellos vértigos exhilarantes que destilaba en su deambular errante, ya no quedaba nada. Solo un hombre deshecho que miraba el Pacífico. Después, ya no había más tierra. Big Sur, región costera escarpada del estado de California, entre las ciudades de Carmel-by-the-Sea y San Simeón, era su Finis Terrae. Henry Miller lo llamaría “el último lugar sagrado del mundo”. En 1962, Kerouac, el novelista Beatnik, ya no era el nómada que recorría Estados Unidos en busca de éxtasis, sino un hombre que arrastraba su propio cadáver a través del alcohol y la paranoia. Ningún otro lugar sería más apto para darle título a un libro. Y así se titularía una de sus últimas grandes obras: Big Sur.
A diferencia de On the Road, donde la carretera era promesa y aventura, en Big Sur entramos en un callejón sin salida. La libertad se convierte en encierro, la velocidad en vértigo, la exaltación en resaca. Big Sur, más que una novela, es un grito de auxilio escrito en una cabaña junto al Pacífico, un diario de autodestrucción que revela, sin máscaras ni escrúpulos, el derrumbe de un mito. En Big Sur no hay orden, solo un flujo incesante de conciencia que refleja el deterioro físico y mental de Jack Duluoz, el alter ego del autor.
La vorágine emotiva nos traga como la ballena a Jonás.
No hay descanso, no hay respiro. Las frases se atropellan unas a otras como si Kerouac temiera que detenerse significara colapsar por completo. La repetición hipnotiza: One fast move or I’m gone, dice el protagonista, como si su cordura dependiera de la velocidad.
Pero ya no es el mismo viaje.
Aquí no hay gasolineras iluminadas en la noche ni bares llenos de jazz. Solo un hombre que, en el cénit de su fama, se encuentra en ruinas. encerrado en un bosque que no le ofrece redención, sino eco. El paisaje es un personaje más, una presencia sofocante. El océano, los acantilados, la cabaña perdida en la nada: todo es inmenso, amenazante. La naturaleza, que en su impecable novela The Dharma Bums era refugio y meditación, aquí se convierte en un monstruo que devora. Kerouac describe la costa con una precisión casi alucinatoria, como si cada ola, cada brisa marina, fueran cuchilladas en su percepción. Su lenguaje es sensorial, lejos de celebrar la belleza, se desplaza en fractales de una pesadilla en la que cada detalle contribuye a la asfixia.
Entrar a la mente de Duluoz es adentrarse por un pasadizo oscuro, donde los pensamientos rebotan sin control, y nosotros quedamos expuestos.
El mito de la Generación Beat, que en On the Road celebraba la libertad y la aventura, aquí se desmorona bajo el peso de la fama y el agotamiento. Si On the Road era un himno a la juventud y la búsqueda de lo absoluto, Big Sur es una elegía del final del camino. Kerouac ya no es el poeta del asfalto, sino el fantasma de sí mismo. La fama, lejos de darle plenitud, lo ha devorado. La contracultura que ayudó a construir se ha convertido en un circo donde él es el payaso borracho que todos quieren ver tambalearse. Lo que comenzó como una celebración de la libertad whitmanesca ha terminado en una jaula. Así, Duluoz pugna consigo mismo e intenta esconderse en la cabaña de su amigo Monsanto, pero la ciudad lo persigue. La gente lo reconoce, lo adula, le pide palabras que él ya no tiene. La imagen del “rey de los Beatniks” lo acosa. Lo que antes fue movimiento y revolución ahora es una camisa de fuerza y su nombre en una calle de San Francisco.
Quizá alcoholismo, como hiperobjeto, es el gran protagonista de la historia, si por hiperobjeto entendemos un fenómeno que es tanto físico como perceptual, porque no es solo una condición médica o social, sino una red de efectos interconectados que afectan a nivel individual, familiar, comunitario y hasta global. Claro, no es el alcoholismo bohemio de los bares de Nueva York ni el éxtasis de las fiestas literarias. Es un consumo compulsivo, desesperado, una necesidad de adormecer el dolor. Beber no lo conecta con otros, sino que lo aísla aún más. En Big Sur, Duluoz no bebe para celebrar, sino para olvidar que existe.
Así, de pronto, el delirio se asienta y la naturaleza, que en algún momento pudo haber sido su salvación, se convierte en el reflejo de su propia descomposición. La cabaña ya no es un refugio, sino una trampa. El mar, en lugar de inspirar, amenaza con arrastrarlo. La luna ilumina su miseria en lugar de ofrecerle consuelo. La vida salvaje, en vez de recordarle la grandeza del mundo, le muestra su propia fragilidad.
En el fondo de todo, persiste el miedo a la muerte. Duluoz reconoce que se está desmoronando. Sus ataques de pánico, sus noches de insomnio, su sensación de que el abismo está cada vez más cerca: la novela exuda muerte. Tampoco es la muerte romántica del poeta maldito, sino la de un hombre que ve su cuerpo fallar, su mente deteriorarse, su vida escapársele entre los dedos.
El alcoholismo de Kerouac, que en On the Road era una celebración del exceso, en Big Sur es un hundimiento sin retorno. Te despiertas con el delirium tremens del miedo a la muerte espeluznante, se dice a sí mismo. Siento que algo no anda bien, admite. El océano, que en otra circunstancia podría ser un símbolo de paz, ahora es un vacío aterrador. La pérdida de la orientación física refleja la confusión mental del protagonista y confrontarla con su propia mortalidad es devastador.
Tal vez el verdadero final de On the Road no estaba en sus últimas líneas, sino aquí, en Big Sur. Donde antes había movimiento, ahora hay estancamiento. Donde antes había esperanza, ahora hay resignación. Donde antes había una promesa de infinito, ahora solo queda el abismo.
Big Sur es el testimonio de un hombre perdido en la inmensidad de la costa, mirando el vacío y sabiendo que pronto desaparecerá. Duluoz, al igual que Kerouac, sabe que no hay escapatoria. La carretera, la naturaleza, la literatura, el alcohol: nada le ha dado la respuesta que buscaba. El viaje ha terminado.
Lo que queda es la voz del mar.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.