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Marzo 2025

LAS COSAS PERDIDAS. Dulce Hernández

Algunas noches, cuando se va la luz, los fantasmas caminan descalzos. No es que les preocupe asustar a las mujeres o despertar a los niños, es más bien algo así como su esencia. Son de naturaleza discreta y están más cómodos en el silencio. En el anonimato se sienten -si se me permite la expresión-, vivos.

Cuando se va la luz, la oscuridad es aún más densa que en la noches comunes. Los sonidos se amplifican cuando termina el zumbido incansable del refrigerador. El goteo constante de la regadera gana la claridad de un canto y el estornudo del vecino casi logra contagiarnos. Cuando hay apagones, el silencio es más frío.

Son ellos, los fantasmas, quienes encuentran por accidente los objetos perdidos que han quedado guardados tras el espejo de Alicia. Mi madre siempre rezaba al de la esquina, San Antonio de Padua, para volverlos a ver. Ahora los encontró. Hace tres años que camina descalza cuando no hay luz en esta casa.

*

Mi mamá solía perder las cosas. Siempre especulaba con la presencia de duendes o hadas. Su esposo no le daba importancia: “ya aparecerán”, murmuraba aburrido. Siempre en casa la misma escena.  Alicia vaciando cajones una y otra vez.

Buscaba las tijeras, la pluma con grabados árabes, uno de los aretes con perlas que había heredado de su abuela. Se daba por vencida y a veces lloraba exhausta. A los dos o tres días los objetos aparecían en los lugares más inverosímiles: dentro del refrigerador, sobre la tierra de las macetas o entre las cajas con cosas de navidad. “Son los duendes”, murmuraba molesta. Su esposo ya no la escuchaba, lo que ella había perdido era su atención.

Decía mi madre que las cosas se le perdían desde niña. Primero, cuando tenía 4 años, perdió una de sus muñecas en el parque, la abuela la amenazó con no volver a regalarle juguetes. Trató de poner más cuidado, pero no fue suficiente, dos años después su perro Loki escapó por la puerta medio abierta y no lo volvió a ver. Durante muchas noches, Alicia no pudo dormir pensando que su mascota vagaba por las calles oscuras de la ciudad, escapando de niños que lo apedreaban o agonizando en una banqueta después de que las llantas de un auto lo atropellaran. Poco a poco el recuerdo de su perro también se perdió.

Sus primas la apodaban Cenicienta. Al principio le pareció un bonito sobrenombre, era el de una princesa que llegaría a ser feliz. Alicia no tenía cabello rubio ni ojos hermosos como la protagonista del cuento, no tenía amigos ratones, es más, ni siquiera tenía amigos. Una vez se atrevió a preguntar por qué le decían así. “Cualquier día de estos pierdes también un zapato”, se burlaron. En adelante se prometió no contarles de sus frecuentes extravíos, su forma descuidada de ser la había dejado muy sola.

No todas las pérdidas de mamá fueron malas. Un día, ya siendo joven, perdió el miedo y se enamoró. De ahí nací yo, producto de una pérdida, de un desliz, de un momento sin temores a la entrega. Era la mejor pérdida que había tenido en su vida. No importaba que mi padre se hubiera esfumado como todo lo que tocan los duendes. Ella era feliz conmigo: “esta muñeca no la voy a perder”.

Cuando yo nací las pérdidas cesaron. Mi madre encontró un hombre que se casó con ella y le compró un perro en su primer aniversario. Los objetos ya no cambiaban de lugar, los duendes se habían ido. Fue feliz durante muchos años. Empezó a encontrar cosas. Encontró un trabajo y una enorme satisfacción en cocinar. Encontró belleza en su piel de adulta y en la música de idiomas que nunca entendió. Encontró la paz, un hogar, la vida perfecta que de niña le habían contado.

Pasaron los años y una tarde de julio, sin darse sepultó el amor de su esposo. Ahí se reanudaron las pérdidas. No pudo confiar más en él, se sintió insegura y frágil como aquella niña que perdía todo lo que consideraba suyo. A partir de ese día volvieron los duendes a hacerle malas bromas. Por más atención que pusiera, los objetos cambiaban de lugar o simplemente desaparecían, se perdían.

Mi madre empezó a perder la noción de los días y las noches. Se le perdían las palabras y los recuerdos cambiaban de tiempo. Me confundía con la abuela y llamaba Loki a todos los perros que encontraba por la calle. Amnesia disociativa, dijeron los doctores.

Hace tres años olvidó el nombre de su santo y ya no pudo rezar. Su cuerpo perdió toda memoria, olvidó cómo se sentía la risa y el amor. Se quedó mirando al espejo en busca de los objetos perdidos. Creo que los encontró y ahora, cuando se va la luz, Alicia también camina descalza.

© All rights reserved Dulce Hernández

Dulce Hernández (México, DF 1979) Narradora y poeta mexicana. Es comunicóloga y psicoterapeuta; estudió la maestría en Literatura en CIDHEM. Académica universitaria desde hace más de doce años en asignaturas relacionadas con el periodismo y la comunicación. Ha sido integrante de los grupos literarios 7 Cuervos, Tientos y Diferencias, Sujetos y ahora es parte de Abismos Taller Literario. Cuenta con publicaciones en suplementos culturales (La Caracola), revistas digitales (Talento) y en medios internacionales (Revista Diáfanis de Argentina y revista Nagari de Miami).

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