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Abril 2024

VIAJE A LEIROSA. Isabel García Díaz

 

Al cruzar la frontera se observa una ruptura marcada por la pobreza. La carretera general está salpicada de adoquines. El coche acusa un brusco movimiento. El viajero llega a Coímbra, baja del vehículo y entra en un bar. Toma un café. Se siente observado por los parroquianos que toman vino de Oporto en pequeños vasos de cristal rayado. Antes de salir pregunta si va bien para ir a Figueira da Foz. Siguiendo la carretera no hay pérdida, le dice el camarero con seguridad férrea. El viajero pasa por Figueira de Foz, pero no para. Se dirige a Leirosa. Un enmohecido indicador le advierte que faltan 10 Km. para llegar a su destino. El viajero es un conductor aventajado, ya que debe esquivar constantemente los grandes surcos que salpican la vieja carretera comarcal.

El viajero llega a Leirosa. Entra en el café-hostal. No hay habitaciones. El dueño del establecimiento se siente más contrariado que él. Se queda pensativo, le dice que espere, que va a preguntar y sale raudo a la calle. Se sienta al lado de la ventana y saborea un vasito de Oporto mientras contempla encandilado la puesta de sol sobre el mar. Le impresiona la inmensidad del horizonte, los matices del atardecer en un punto insignificante del Atlántico. Entran en el café unos hombres, son pescadores, están acostumbrados a la puesta de sol, no les impresiona como al viajero que viene del Este. Ya está de vuelta el propietario del café-hostal. Todo está solucionado. Ha encontrado una habitación en una casa particular. Le acompaña e insiste en llevarle la maleta, le presenta a la señora de la casa y se despide. El viajero no sabe qué decir ante tanta amabilidad. Dar las gracias le parece poco. La señora es una mujer menuda, viste de negro y le mira con una humildad alegre. Le enseña su cuarto que está en el segundo piso. La habitación está compuesta por una cama grande cubierta por una colcha de ganchillo violeta. A ambos lados dos mesitas de noche blancas sobre las que descansan varios retratos familiares. En frente de la cama hay un armario también blanco y una cómoda repleta de muñecos de peluche. No es una habitación impersonal. El viajero se siente un usurpador. Alguien se ha quedado sin ella, piensa. Quizá una de las niñas que jugaban en la entrada de la casa. La señora se va con una sonrisa en los labios. El viajero se queda solo. No puede evitar fijarse en las fotografías, una niña con traje de comunión, un anciano con la misma niña en brazos. Por un instante se siente desgraciado, la soledad le pesa como una losa, él ya no tiene familia ni a nadie que le eche en falta. Se pone en pie enérgicamente y sale al balcón, no puede permitirse recaídas melancólicas. El mar está sosegado. A lo lejos se ven las luces de varios barcos anclados. El silencio huele a sal. El viajero detiene su mirada en dos barcas de remo que se aproximan lentamente, las sigue con la mirada hasta que llegan a la playa. Son los pescadores, los mismos que estaban en el café-hostal, el único establecimiento de Leirosa. Han tirado las redes, mañana volverán con los bueyes. El viajero se asea y sale a pasear por el pueblo. Las calles están desiertas. El reloj le recuerda que es la hora de la cena. Entra en el café-hostal. El dueño le saluda efusivamente y le recita lo que hay para cenar. Le aconseja pescado con verduras. Hacía tiempo que no saboreaba  un  pescado fresco tan delicioso. A los postres se acerca el hostelero a su mesa con una botella de licor digestivo. Pide permiso y se sienta a conversar con él. Regresa a la casa conmovido, bordeando la playa, respirando profundamente. La puerta está ajustada. Sube la escalera sigilosamente, se siente plácidamente fatigado y se duerme pensando en la agradable velada. Aquel hombre le había dedicado su tiempo con una generosidad inusual.

Con la luz del día todo le parece distinto, siente el deseo y la esperanza de un futuro más prometedor. En la playa  retoma la novela que había comenzado a leer la víspera de emprender el viaje a Leirosa. Sin embargo, vuelve a interrumpirla porque no puede evitar mirar con atención el laborioso faenar de los pescadores, adiestrando los bueyes para que arrastren las pesadas redes repletas de peces que todavía  están dando los últimos coletazos de vida sobre la arena. De repente, un ejército de mujeres vestidas de negro de pies a cabeza se arrodilla en torno a las redes. De forma maquinal seleccionan y colocan el pescado en distintas cajas de plástico. Después las cargan hasta la furgoneta y se van a toda prisa hacia el mercado de Figueira de Foz. El viajero piensa que tal vez se quede una larga temporada en Leirosa, entre aquella gente.

                                                                                     Verano de 1985

                                                                                  Isabel García Díaz

© All rights reserved Isabel García Díaz                                     

      

Isabel García Díaz (Barcelona-1958). Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Se dedica a la docencia y a la escritura. Ha escrito microrrelatos y cuentos (Revista Nagari, Poémame, Almiar, 142 Revista Cultural, entre otras). También ha realizado varios trabajos monográficos (UB/AEN) y ha impartido conferencias sobre literatura y cine. La última de ellas titulada “La lengua de las mariposas: del libro al cine” (ICAIC y Embajada de España en Cuba/ El Laberinto de Ariadna en el Ateneu de Barcelona).

 

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