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Febrero 2024

ALMA. Ricardo Alberto

Han pasado más de 30 años, pero aún recuerdo aquel día como si fuera ayer.

Mi hermana entró corriendo, gritando.

—¡Amá, amá! Juan, el teporochito…

Yo me encontraba en mi cuarto, leyendo unos cuentos de terror que mi papá me había traído de la ciudad el día anterior.

Salí a ver qué pasaba.

—¿Qué pasó?, ¿por qué gritas? —dijo mi mamá, un tanto irritada por el escándalo.

Almita se detuvo de golpe en el umbral de la cocina, jadeando, tratando de recobrar el aliento.

—Juan… el teporochito… le comieron la cara —dijo con evidente fascinación.

—¿Qué?, pero ¿cómo?, ¿quién? —preguntó mi mamá asustada.

—No se sabe —dijo Almita y luego me volteó a ver a mí—. Dicen que un animal salvaje.

A Almita y a mí nos encantaban las historias de terror. Entre más escabrosas y grotescas mejor. Por las noches, cuando la luz del sol se apagaba, encendíamos una vela y leíamos historias que nos enchinaban la piel. Por eso me había volteado a ver así, porque compartíamos esa inclinación por lo fantástico, por lo perverso.

—Niños —dijo mi mamá quitándose el mandil y poniéndolo sobre el respaldo de una silla—: espérenme aquí, voy a ver qué pasó.

—Pero, amá, yo puedo ir a averiguar más rápido, si usté quiere —dije astutamente.

––¡O yo! ––intervino Almita.

—No, señor —dijo mi mamá con firmeza—. Usté se queda aquí a cuidar de la casa y de su hermana. Y usté ––le dijo a Almita––, obedece a su hermano.

Una vez que mi mamá se fue, le delegué el puesto de cuidador a Almita. Al principio se negó, pero rápidamente la convencí diciéndole que por una semana entera le prestaría mi libro de cuentos de Lovecraft. Ella aceptó enseguida.

Salí corriendo entonces. La casa de Juan, no estaba a más de cinco o seis casas de la nuestra. No obstante, rodearía por el monte para que ni mamá ni mis tíos ni nadie me viera.

El camino era empinado. La hierba estaba muy crecida: telarañas gigantes y un zumbar infinito de mosquitos conformaban el entorno. Recogí un palo y con él me fui abriendo brecha.

A la distancia, en un pequeño rellano sobre la irregular ladera, advertí la figura de un animal que parecía estar comiendo.

Continué lentamente, intentando llamar en lo menos posible su atención. Noté que de espaldas parecía un puerco salvaje, y aunque aparentaba estar totalmente enfrascado en su comida, sabía que no tardaría en percibir mi presencia.

Seguí avanzando. Cerca ya de la casa de Juan, el puerco (que hasta ese momento eso pensé que era) giró su cabeza en dirección mía… ¡Qué horror! «¿Azathoth?», pensé aterrado. «Pero no puede ser, él es un dios, no tiene una forma física en sí y vive en el espacio». Su hocico dejaba ver una abigarrada dentadura aserrada que, a simple vista, aparentaba tener más de un centenar de dientes afilados como cuchillos y, de su belfo espumoso y sangriento, se asomaba algo redondo y brillante sobre su bífida y puntiaguda lengua. Asimismo, su rostro era horrible: tenía escaso pelo hirsuto negro en la frente que le caía hacía los lados, dejando al descubierto no uno sino varios ojos alrededor de toda la cara: de entre los cuales, dos llamaron más mi atención: uno café oscuro, rodeado de una blancura lechosa, le confería una cualidad humana tenebrosa y otro, visiblemente atrofiado, daba la impresión de que lo estuviera guiñando. Me miró fijamente por unos segundos y enseguida arremetió contra mí. Solté el palo involuntariamente y horrorizado me eché a correr.

—¡Mamá, mamá! —gritaba mientras subía el último tramo de la ladera, la criatura a toda velocidad tras de mí.

Cuando por fin alcancé la parte de atrás de la casa de Juan, él disminuyó su velocidad, pero continuó avanzando.

Seguí por un lado de la casa hasta llegar al frente. Ahí me encontré con un grupo de gente amontonada en un círculo alrededor de algo o de alguien. Volví a mirar hacia atrás y entonces logré distinguir cómo el porcuno Azathothretrocedía para volver a perderse entre la maleza; aún mirándome fijamente, y podría jurar que casi sonriendo.

Aliviado por un instante, me acerqué al grupo de gente. Todos hablaban al mismo tiempo.

—¿Quién pudo haber hecho algo así?

—Eso le pasa por borracho.

—¡Dios mío santo!

Me escurrí en medio de todos.

Dentro del círculo yacía un hombre tirado: inmóvil, más de la mitad de su cara había desaparecido. A pesar de la sangre, su mandíbula, algunos de sus dientes, y su pómulo eran visibles. Y donde antes orbitaba su ojo izquierdo; ahora sólo había un hueco rojo.

—¡Alberto! —escuché la voz de mi mamá a mis espaldas—.  Y, ¿Alma?

—En la casa —dije distraídamente, maravillado por el aspecto de Juan.

A la distancia, de pronto, se escuchó un horripilante grito agudo, como el de una niña.

 

 

 

 

 

 

© All rights reserved Ricardo Alberto

 

Ricardo Alberto es un escritor independiente, maestro de inglés en sus tiempos libres y fiel seguidor del rock y de Messi. Debido a sus oportunas habilidades para el idioma inglés ha tenido la fortuna de no sólo viajar a diferentes países, sino también de estudiar tanto en EE.UU. (en más de una ocasión) como en España. Actualmente, se le puede encontrar en varios cafés de la ciudad tomando capuccino con leche vegetal y leyendo a los clásicos; o si se prefiere, también se le puede localizar en redes (@ricrdoalbrto), donde asiduamente publica contenido relacionado con sus pasatiempos.

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