MORDIÓ EL HUEVO DURO CON GANAS, y mientras tomaba un sorbo del vaso de jugo, miró las flores que había puesto en su cocina. Le dio otro bocado al huevo y se acordó de los que le hacía su mamá cuando era chiquita. Se secó la mano en un limpión viejo y volvió a mirar las flores. Fue a tocar la que estaba más cerca, pero al estirar la mano la flor se cayó del vaso de agua. Entonces, supo que la había preñado.
Botó la cascarita de huevo duro en una bolsa de nailon y miró al perro que estaba pendiente por si algo se caía al piso para comerlo. Puso el salero en su sitio, cerró el gabinete y miró en el caldero lo que había cocinado por la mañana para el desayuno. Agarró una cabeza de ajo y se la frotó por el vientre. No sabía bien por qué hacía todas esas cosas, pero sabía que esa frotada de ajo iba a hacer que el niño se le pegara.
Hace rato andaba buscando un macho sin resultado. Ahora por fin el señor Cote la había recibido en su casa. Era un viudo con una hija jovencita y ella se encargaba de la cocina y del aseo.
Siguió frotándose la panza con el ajo, moviéndolo en círculos o en zigzag y sintió un alivio raro. Pensó que tal vez le dolía la cabeza, pero luego se acordó del Mejoral que se tomó en la mañana, como a las seis, cuando se sentó en la sala del señor a rezar el rosario. Esa mañana había orado con más piedad que nunca, con la cabeza cubierta por un trapo de cocina que tenía unos encajitos bordados y que perteneció a la esposa muerta. Sacó su rosario de plástico de pepitas rosadas y se encomendó a Jesús, el Nazareno, que era el que mejor le caía, porque ese del Sagrado Corazón, que está en todas las casas que ella había atendido, le daba miedo. La miraba con esos ojos iluminados y ese corazón sangrante, brillante, que no entendía.
Prefería al muchachón que pensaba que había sido mucho antes de llegar a Jerusalén, montado en un burrito. Ese muchachón que venía cansado de recorrer el mundo. Ese, ella lo amaba. Lo amaba con un amor profundo, pero no se atrevía a compartir su imagen porque temía que alguien se la robara. Lo guardaba muy cerquita del pecho.
Hizo una estampita con unos lápices de colores que eran de la hija del viudo y estaban romos y chiquiticos. Seguro, pensaba, los habría usado de niña dibujando solita en la mesa del comedor de madera brillante sin nadie que le dijera cómo hacer una carita, cómo pintar un cuerpecito o unas piernas o unos brazos, solita con el borrador y el sacapuntas. Y así pasaban las horas mientras esperaba que el papá llegara.
Encontró un pedacito de cartón barriendo la sala y lo guardó en el bolsillo del delantal. Esa noche, después de un día de mucho trabajo, se encerró en su cuarto con tamaño de clóset, apagó la luz y prendió una velita. Se acercó a la llama y lo pintó.
El muchachón, pensaba, le había quedado bonito. Lo imaginaba de treinta y dos, con los pies como arepas, callosos y cuarteados del camino lleno de polvo. Lo veía con su túnica amarilla de tanto uso. El muchacho caminaba contento, a pesar del cansancio del camino. Estaba eufórico, por fin comprendía el porqué de todos sus viajes y ahora marchaba a ritmo lento, pero seguro, hacia la gran ciudad.
Se fue deteniendo en el camino saludando a la gente que encontraba, y su sonrisa era tan bella que todos le devolvían una sonrisa y lo saludaban. Él seguía a pie con su pequeño bulto a la espalda. Era moreno y más aún del viaje, tostado por el sol. Tenía el cabello rizado y le caía sobre la cara y la frente.
El muchacho estaba lleno de conocimientos adquiridos con grandes maestros. Había llegado hasta la India y oído hablar de Buda. Allí un gurú le enseñó el secreto de cómo curar con sus manos. También le dio la clave para lograr que esa energía que provenía del universo pasara a través de él sin hacerle daño.
Con ese conocimiento y después de ensayar las técnicas antiguas en los pueblos del camino, recibiendo siempre una pequeña moneda a cambio o una libra de harina o algo de pan, un vaso de agua, tal vez algunas hierbas o incluso hasta un puñado de tierra de la buena, de la negra, todas esas cosas que la gente le daba en compensación por el favor recibido, con esa seguridad, iba para la ciudad.
Ella lo pintó en su cartoncito tal cual como lo veía. Con su nariz ancha, su boca delgadita, sus ojos negros. Un varón bien plantado y hermoso. Un joven decidido, seguro, que no dudaba. Ese muchacho, sin embargo, no le quedó como ella lo veía en su cabeza. Terminó pintando un pequeño mamarracho que conservaba, pues le ayudaba a recordar quién era.
Logró plastificar la estampita en la oficina de un señor que quedaba al lado de una notaría y que no solamente le cobró una suma ridícula por un cartón tan pequeño, sino que además se burló de su dibujo mientras en el fondo del local sonaba un vallenato. Ella no dijo nada, pero lo miró. Se guardó la rabia, la sintió en la boca, amarga, se la tragó despacio. Le pagó la suma acordada sabiendo que con ella sacrificaba parte del dinero que debía mandarle a su madre cada mes o sus hijos pasarían hambre.
Andaba con ella en el sostén, allí la guardaba en una esquinita del lado izquierdo. La colocaba en diagonal cerca del corazón y a veces, cuando trapeaba la casa y sudaba, sentía cómo palpitaba de gozo al contacto del plástico caliente y se sabía acompañada.
Empezó a recoger lo del desayuno. Guardó el caldero en el horno, le botó el agua a la olleta donde había hervido el huevo, envasó el jugo de naranja que preparó para el señor en una jarra bonita de vidrio azul que quién sabe de dónde habrían traído. Imaginaba que venía de lejos. Se veía muy fina, pero estaba desportillada por un ladito. La guardó en la nevera y cerró la puerta. Se puso a lavar los chismes.
Cogió la comida del perro y la puso en lo alto. En ese momento, recordó que esa madrugada por primera vez el señor había llegado hasta su puerta, sin tocar, abriéndola despacito para mirarla. Ella en su desvelo, apagada ya la vela, guardado el rosario, quitado el sostén con el Jesús de plástico, descansaba sobre el catre con una sencilla sábana de algodón burdo y una camiseta con la estampa de un político. Solía dormir sin calzones, porque así le había enseñado su abuela.
El hombre no se atrevía a entrar y la muchacha lo escuchaba sin arriesgarse a mirarlo, pero al final se decidió y volteó su cabeza hacia él. En medio de la penumbra, el hombre mayor sintió su mirada y entonces se acercó, se sentó en el catre con cuidado de no tumbarlo, se miraron en silencio, tomó un mechón de su pelo entre sus dedos de viejo y ella, treintañera, se dejó. Apoyó en forma suave todo el peso de su cuerpo sobre la joven y empezó despacio a penetrarla con discreción.
El cuerpo de ella respondió en el momento mismo en que la mano de él tocó su mechón de pelo y empezó a manar despacio; por eso no se dio ni cuenta en qué momento el hombre ya estaba dentro. Palpó el cansancio del viejo y lo arropó con sus brazos, le quitó la piyama de seda, le sobó la espalda con cariño, pasó sus manos por el pelo ralo, pero no se atrevieron a besarse. Las heridas en los labios eran aún sangrantes, ambos se habían quemado con el fuego de una pasión no correspondida. Por eso guardaban su boca para sí mismos, mientras se mecían despacio al ritmo de una hamaca. Ella notó que el mar de su interior se desataba con una tormenta de olas picadas por la ventolera y el mar de leva y se dejó ir como un pedazo de madera que vio una vez que fue a la playa de Puerto Colombia. Después de un tiempo, sintió que ese tronco había llegado a una orilla de arena negra.
El viejo, al saber que ella había arribado, ya no se contuvo y soltó un líquido caliente que la llenó toda. Entonces sus brazos, sus piernas y todo su cuerpo empezaron a hormiguear. El hombre se retiró lo más suave que pudo y se quedó con la cabeza en su panza descansando de los años de soledad.
Al amanecer, cuando rayaba el alba, se despertaron. Él se levantó despacio para no fastidiarla demasiado, y no pudo evitar acercarse y darle un beso en la frente. Fue cuando ella despertó y, con los ojos aún cerrados, se acordó del muchachón. Llegó a su mente su imagen, clarísima. El viejo partió arrastrando los pies descalzos por las baldosas blanquinegras de la sala sin hacer ruido hasta llegar a su cuarto.
Ella, al saber que él ya no estaba, se sentó en el catre y bamboleó los pies un rato en el aire antes de lanzarse al piso. Se plantó firme, miró por la ventana, vio el azul de la mañana y se agarró la panza por instinto. Luego, después de bañarse y poner el radio bajito para escuchar a Diomedes, se vistió con su ropa de trabajo: una falda gris de tela luyida y una camiseta rosada de la China, con un estampado de Hello Kitty, que le quedaba pequeña y marcaba sus tetas, pero el sostén que le había comprado a una comadre guardaba sus pezones como chupos y disimulaba su forma. Se puso el delantal y salió de su cuarto. Pasó por la cocina y antes de poner en el fogón una olla con agua caliente para echarle encima el café apenas hubiese hervido y dejarlo reposar para luego servirse en una taza el tinto, llegó hasta la sala del señor, se sentó en el sofá antiguo tapizado en terciopelo, empuñó su rosario de pepitas rosadas y saludó al alba con una oración a su Jesús pidiéndole un milagro.
El cuento Aleyda pertenece al libro Un mar en calma y otros cuentos de amor y sexo disponible en Amazon
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Beatriz Mendoza Cortissoz Poeta, narradora y periodista nacida en Barranquilla, Colombia, en 1973. Reside en Estados Unidos desde 1996. Estudió Comunicación Social en la Pontificia Universidad Javeriana y Tecnología en Producción de Cine en Miami Dade College. Se ha formado como escritora a través de talleres literarios. Ha publicado el libro de cuentos Un mar en calma (Ícono Editorial, 2020) y el poemario Esa parte que se esconde (Editorial MediaIsla, 2011). Cuentos y poemas suyos han sido incluidos en revistas literarias y antologías como Aquí (Ellas) En Miami (Katakana Editores, 2018), 20 Narradores colombianos en USA (Editorial Collage, 2017) y Féminas: Antología de infidelidades y mentiras escrita por mujeres (Editorial Ars Communis, 2021). Ha trabajado como directora de noticias culturales en Diario Las Américas y como productora en Telemundo, Univision y Elmundo.es. www.unmarencalma.com
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