AL LECTOR
El pecado, el error, la idiotez, la avaricia,
nuestro espíritu ocupan y el cuerpo nos desgastan,
y a los remordimientos amables engordamos
igual que a sus parásitos los pordioseros nutren.
Nuestro pecar es terco, la contricción cobarde;
cómodamente hacemos pagar la confesión,
y volvemos alegres al camino enfangado
pensando que un vil llanto lave todas las faltas.
En la almohada del mal es Satán Trismegisto
quien largamente mece nuestro hechizado espíritu,
y el preciado metal de nuestra voluntad,
este sabio alquimista por completo elabora.
¡El Diablo los hilos que nos mueven sujeta!
Encontramos encantos en cosas repugnantes;
hacia el infierno damos un paso cada día,
sin horror, a través de tinieblas que hieden.
Igual que un libertino pobre que besa y come
el pecho torturado de una antigua ramera,
robamos al pasar un placer clandestino
que exprimimos con fuerza cual a vieja naranja.
Preso y hormigueante, con un millón de helmintos
un pueblo de Demonios nos bulle en el cerebro,
y cuando respiramos, la Muerte a los pulmones
baja, río invisible, con apagadas quejas.
Si el estupro, el puñal, el veneno, el incendio,
no bordaron aún con sus gratos dibujos
el banal cañamazo de nuestra suerte mísera,
es que nuestra alma, ¡ay!, no es lo bastante osada.
Pero entre los chacales, las panteras, los linces,
los simios, las serpientes, los buitres y escorpiones,
los monstruos aulladores, gritando, rampantes,
en el infame zoo de nuestras corrupciones,
¡hay uno más malvado, más inmundo, más feo!
Aunque no gesticule ni lance grandes gritos,
gustosamente haría de la tierra un desecho
y dentro de un bostezo al mundo engulliría;
¡Es el hastío! —El ojo lleno de involuntario
llanto, sueña cadalsos, mientras fuma su pipa.
Lector, tú ya conoces a ese monstruo exquisito.
¡Mi semejante —hipócrita lector,— hermano mío!
Con este poema, dedicado al cómplice, al futuro lector, se inicia Las flores del mal (1857), de Charles Baudelaire (1821-1867). Esa obra, que rompe con el romanticismo poético que prevalecía hasta entonces, también es el germen de la estética que persigue Lautréamont, con Maldoror. Las imágenes sórdidas con mendigos, libertinos, prostitutas, las alimañas, la sempiterna presencia del Diablo, y del pecado y, por encima de todo, el hastío como algo monstruoso, están presentes, no ya en este primer poema, sino en todo el libro. Otros símbolos, que pretenden romper con todo lo romántico, los vamos encontrando en los poemas posteriores, como la fascinación transversal por las drogas (en especial, en el poema “El veneno”, y en toda la sección dedicada al vino), la reinvención del eterno femenino, criticando la maternidad en el primero de los poemas y bendiciendo la prostitución en numerosas composiciones del resto del libro, una prostitución en ciertos momentos simbólica, alegórica, ajena a la moral (poemas XXV, CXIV y CXV).[1] En definitiva, las claves estéticas que identifican la tensión entre lo abyecto y lo bello, y que se evidencian en comparaciones del tipo: “como tras de un cadáver un coro de gusanos” (“Comme après un cadavre un coeur de vermisseaux”, en el original, p. 150), motivos morbosos que luego aplicará Lautréamont en sus imágenes, y que incluyen la fealdad urbana, o la bohemia, y, como se menciona en el arranque, el spleen, el aburrimiento de la vida moderna.
El Demonio, el levantamiento contra Dios, la figura del ángel caído, el satanismo, son símbolos románticos. Están en la poesía de Lord Byron (1788-1824), en el pacto que realiza el primer Fausto (1808) —aunque el interior de Johann W. Goethe (1749-1832) esté tratando de imponer el clasicismo a su romanticismo juvenil—, y en varios poemas anteriores a 1843, de ese poeta antirromántico que es Baudelaire, que ensalza el arte por el arte, justifica la amoralidad del artista, y reniega de la política. Sin embargo, Baudelaire trastoca el balance entre el bien y el mal de un romanticismo donde, al final, el artista genial siempre acaba por vencer. En Las flores del mal, en cambio, el poeta es un héroe que fracasa, es Ícaro, cegado por la luz del sol, según se menciona en la introducción de la edición bilingüe, a cargo de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo. En el poemario no crecen las flores en el mal, como postularía Hegel. Son el mal en sí. Y ese capítulo, el del cierre con el romanticismo, lo lleva hasta el extremo Lautréamont con Maldoror.
El descenso a los infiernos que Maldoror organiza en torno a la violencia y el crimen, Baudelaire lo realiza mediante toda esa sordidez, gracias a lo que él define como paraísos artificiales, a través de las mujeres y las drogas que, en cierta forma, eran consideradas crímenes para la sociedad francesa de la época, como se observa con poemas como “Toda entera” (XLI).
En buena medida, son estrategias que van a acabar derivando en la construcción de ese héroe satánico, que se inserta en la masa para eliminar a sus individuos, a los que odia, por su mediocridad. Es así como Baudelaire construye el flâneur, un caminante, un artista de la ciudad moderna, capaz, en sus vagabundeos de captar estampas tan potentes como las que se describen en “A una mendiga pelirroja” (poema LXXXVIII), o en “A una transeúnte” (XCIII), otro de sus grandes poemas, pero también capaz de escribir: “Mi corazón, palacio que ha infamado la chusma” (“Mon coeur est un palais flétri para la couhue” en el original p. 248), para indicar la repugnancia por las masas de ese creador errante.
Claro que hay que poner todo esto en contexto. El artista, ese artista que desde la mirada actual parece sagrado, aunque nosotros hayamos dejado de leer poesía y solo seamos capaces de identificarlo a través de una pantalla, en la época de la Restauración que vive Baudelaire, y en el Segundo Imperio francés (1852-1870), que contemplará la emergencia de Maldoror, es un personaje en los márgenes, una persona a la que ignora la gran masa, lo que luego se considerará el público. Hasta podríamos afirmar que esa multitud lo desprecia, por su moral disipada, en el caso de Baudelaire, así que el odio es mutuo. Solo un grupúsculo de fanáticos escritores, poetas simbólicos, como Arthur Rimbaud (1854-1891), como Stéphane Mallarmé (1842-1898), elevaron a los altares este tipo de poesía, mientras quedaba oculta para el resto. De ahí el odio que se desprende de los versos de Baudelaire, por las masas, de ahí el odio que se desprenderá de los de Lautréamont, por la burguesía, aunque en el caso del primero, la figura del padrastro, el militar de carrera que lo tomó a su cargo, y con el que se enfrentó, hasta pedir su muerte entre las barricadas que se levantaron en el París revolucionario de 1848 es muy determinante.
Ese odio alarmará a la opinión pública, que se escandalizará con el poemario, igual que las autoridades, que impondrán una censura judicial contra seis poemas del libro en 1857, que quedará mutilado aunque crezca en treinta y nueve poemas en su versión posterior de 1861. Se trata de una censura moral, más que real. Apenas si se requisaron doscientos setenta ejemplares. El resto, corrían por las trastiendas de las librerías de aquel París, en trapicheos literarios que se cerraban al triple de su precio, gracias a la corrupción de la policía, como lo hacían el opio y la absenta entre los bohemios, según ilustra Félix de Azúa en Baudelaire y el artista de la vida moderna (1999). Y esa estampa nos hace pensar en lo efímero que es todo.
[1] En todo momento sigo la ordenación de la edición bilingüe de Cátedra (Madrid: 1991).
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.