Nos despedimos para seguir avanzando. Sin despedidas no existiría el movimiento, seríamos los mismos, acabaríamos soñando sin realizar más que polvo. Caminamos para recordar que estamos vivos. No basta la vida si el día se resume en el tiempo marchitándose sin heridas. Veo el reloj: sus manecillas no cuentan nada. Cada uno les tatúa un significado.
Las despedidas duelen. ¿Habrá tiempo para el tiempo abandonado en algún lugar del mundo? Siempre se deja algo en el camino. Ganamos, pero en el dolor se pierde siempre. Las despedidas duelen por la pérdida y por el amague de olvido. Un día dije: no me olvides. Me gustaría haber dicho: no me recuerdes para volver a sufrir. Como almas siamesas, el olvido y la despedida se reconocen entre la niebla. Los dos calan. A los dos los recibimos sin guiños de misericordia. Si tiene que amancillar, que la marca sea para siempre.
Para decir adiós hay que saber sobre el sabor de la derrota, poder caminar junto y desde la soledad, atreverse a despertar humedecido de la desgracia y cagarse de risa. Porque una noche abrirás los ojos en medio de la nada y el miedo será tu guía, tu única compañía, el perdón y la dicha para soportar esa despedida que regresa a ti, que te recuerda el sitio a donde no podrás regresar nunca.
Y aún así hay que ir delante. El día no puede componerse de medias risas, de encargos para morir en paz. Es como desangrar a la conformidad. Una mano que significa compañía nunca podrá ser el cuerpo con el que desgarramos a la madrugada. Una mirada que brinda amparo no podrá compararse con los ojos que al mirarnos nos hacen sentir dignos de estar vivos.
Habrá que perder para ganar, pero el concepto es de por sí imbécil. ¿Qué se puede ganar cuando se vive? La vida se trata de perder hasta el último nervio íntegro, hasta agotar los párpados con imágenes que saben a promesa cumplida, de sentir hasta el tuétano las memorias de la carne. Andando para que esto valga el deseo de rencontrarse. Por eso cuando digo adiós no busco comprensión, sino complicidad en la amargura de la ausencia.
Y detrás del tiempo, la sombra de la sombra de un sueño al otro lado del mundo: Una mujer viaja en autobús a un lugar desconocido. Un hombre —cualquier hombre— trata de llamar su atención desde la acera frente al vehículo que ya ha iniciado su marcha. Le grita algo simple. Ella voltea. No se escucha sonido alguno, pero en sus labios se adivina el mensaje. El hombre es el espejo de la sonrisa que la mujer le ha regalado luego del “también te amo”. Y pese a ello, nada se detiene. El autobús avanza. El tiempo muere. Ellos se miran. El hombre ha quedado muy atrás.
En ocasiones me gustaría creer que el silencio puede fermentar esperanzas…
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XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal pJara la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra.