No sé muy bien cómo empezar, pero lo que figura en el título es cierto. Es hasta dramático, en una época en la que todo el mundo consume, visiona series, va el columnista y se desmarca, afirma que hay una serie que no le gusta, que le gustó, y la vio en el pasado, pero que ya no. Y encima, va a tener la desfachatez de explicar por qué.
Quizá tenga que ver con eso, con el consumo, que parece invadirlo todo, no solo la forma de acercarnos a los productos culturales, también de crearlos, de tomar ideas prestadas de otros lugares y adaptarlas con impaciencia. Eso debieron pensar en The Office, la estadounidense, la serie de la que hoy quiero hablar, la de éxito, la docuficción, la de las nueve temporadas, aunque yo me he quedado en la cuarta. ¿Y por qué? Pues no sé muy bien, ya digo que en estos tiempos de absorción hiperactiva de contenidos se hace difícil exponer razones válidas.
Tal vez sea porque no entiendo a los guionistas, no entiendo que hayan premiado a Ryan, ese joven machista, engreído y elitista, que mira a todos sus compañeros por encima del hombro cuando aún no ha hecho una venta, que casi incendia la oficina, para acabar siendo el jefe de todos por haber cursado un MBA. Sí, es cierto, esa serie fue el escaparate para que todos descubriéramos al buen actor, al magnífico actor de comedia que es Steve Carell. Y no hablemos de los personajes, que crecen como rascacielos a partir de la segunda temporada: Dwight (ya desde la primera), Kevin, el gran Kevin.
¿Y Jim (John Krasinski), el simpático, el personaje que cae bien a todo el mundo? Pues ahí está el problema. No tengo nada contra el personaje de Jim. Tiene un sentido del humor envidiable. Es guapo. La chica que le gusta es tan agradable (la serie es tan machista). Vive un sistema que resulta sistemáticamente injusto para tipos brillantes como él que nunca progresan. Es capaz de darse cuenta de esa injusticia, de ese gripado que conforma lo que denominamos “el sistema”. Como buen héroe trágico, sabe que es incapaz de cambiarlo, aunque le caiga bien al jefe supremo, aunque le caiga bien hasta a Michael Scott, si quiere ser feliz, o quizás por esa razón. ¿Pero es eso todo? Pues si lo pongo en el espejo, aparece, del fondo de mi retina, la imagen de otro personaje, que tal vez sea tan machista como Jim, que sufre por amor, el de su mujer, el de su amante, ambas grandes mujeres, que quizá no es muy gracioso, pero sí extremadamente guapo, que no es feliz, que no pretende ser feliz, porque no cae bien a los representantes del poder que lo rodean, porque espera construir un mundo mejor (él sí), que, pese a ser testigo privilegiado del cambio de ese gripado que llamamos “el sistema”, ambos, el nuevo y el viejo, resultan sistemáticamente injustos para tipos brillantes como él, y por eso es héroe trágico también, y que no es otro que el Doctor Zhivago (Omar Sharif).
Y se arremolinan en mi memoria toda la constelación de personajes de aquella película: Tonya, Yevgraf, Gromeko, y el magnífico, el excelente trabajo de Julie Christie como Lara. Como excelente es el trabajo de Pasternak al construir los personajes de Pasha, el joven y resentido revolucionario, y del corrupto Komarovsky, que tan bien retratan las miserias humanas y las limitaciones del sistema, por muy nuevo que sea.
Aquella película, que hoy se encuentra entre las ocho más taquilleras de la historia del cine, era una protesta contra un sistema totalitario, que prohibía el consumo, como era el comunismo, que se elaboró tras el éxito de la novela, publicada inicialmente en Italia por Feltrinelli, ferviente comunista pero, sobre todo, gran editor, que sacrificó la permanencia en el Partido Comunista Italiano por la edición de aquel libro, que inspiró la película, y que el autor de la historia, el poeta Boris Pasternak, nunca llegó a ver. Murió cinco años antes de su estreno.
No es ya el momento de hablar de personajes cuya lucha ya a nadie emociona, de valores que ya nadie sigue, y de películas antiguas que ya nadie ve, pero va el columnista y se desmarca, y afirma que ese viejo film, del que ha hablado, aún aterciopela su epidermis, cuando lo ve, y encima tiene la desfachatez de cerrar con él, porque esa, la de la película que ya nadie ve, es la imagen con la que el columnista quiere acabar. Y así lo hace, porque ha sabido en todo momento el final.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.