Dedicado a Abner
Fotografía del acervo de Carlos Abraham.
Habían pasado tres días desde que se le cortó el cuerpo en mil pedazos a mi Juan. Se quejaba de mareos, perdió los sentidos del gusto y el olfato y me aseguró que la cabeza le iba a estallar como “marcianito”, esos fuegos pirotécnicos en forma de municiones que explotan al pisarlos. Su rostro expresaba incredulidad.
Nos casamos en una ceremonia sencilla acompañados por nuestros familiares y amigos cercanos. Hasta rompimos una piñata a pesar de que las fiestas navideñas habían quedado atrás: iniciaba la primavera del 2017. Justo cumplíamos tres años de matrimonio cuando arremetió la pandemia.
Por los síntomas que padecía mi Juan sospechamos del contagio y ante la incertidumbre de lo desconocido teníamos mucho miedo. La prueba diagnóstica dio resultado positivo para él y para mí, sorpresivamente, negativo. Al paso de los días respiraba con mayor dificultad, tenía fiebre y momentos de confusión. Lo llevé al hospital pero estaba saturado, no había camas disponibles ni suficiente personal, equipo ni medicamentos para atenderlo. A falta de recursos para pagar los exorbitantes costos de la salud privada regresamos a nuestro hogar con la esperanza de su recuperación bajo mi cuidado.
Seguí al pie de la letra las indicaciones de menguar sus dolencias con analgésicos, darle de beber mucha agua y tratar de que comiera lo mejor posible, pero desobedecí no acercarme a él. Le daba respiración de boca a boca y lo abrazaba muy fuerte para robarle un poco de dolor. Pese a los esfuerzos, así nomás, se fue mi Juan.
¡Oiga seño, ora si ya se murió! —me gritó el paramédico desde el umbral de la puerta de nuestro apartamento en aquella azotea sencilla pero llena de luz. El hombre no se molestó en salir a darme la noticia y a mí no me permitieron entrar desde que llegaron a auxiliarlo. Prohibido el contacto con los infectos y cancelados los funerales se llevaron su cadáver directo a la cremación y jamás lo volví a mirar, ni vivo, ni muerto.
El último recuerdo de él fue la sombría bolsa mortuoria contrastando con los uniformes blancos de los paramédicos. El estrecho marco de la puerta provocó que la camilla donde lo trasladaban se atorara y, en su afán por liberarla, la azotaron de una pared a otra. Los golpes hicieron tambalear a esa mortaja inerte pero aún tibia, como si mi Juan quisiera arrojarse al piso para no irse nunca.
Nos habíamos mudado ahí sacrificando la comodidad personal a cambio del bienestar de sus caballetes. Los cubría de tela o papel y con óleos o temples, o hasta un simple trozo de carboncillo, sus prodigiosas manos delineaban historias. A mí no me importaba vivir lejos de donde daba clases y padecer el pésimo transporte público rumbo a esa misma escuelita donde lo conocí enseñando pintura, hasta que se dedicó a la creación individual. La inspiración de mi artista y las sonrisas de los alumnos me sobraban para ser feliz.
Me invadió la pena al darme cuenta que ya no platicaríamos nuestros aconteceres diarios, no compartiríamos los cafés matutinos, que ya habían migrado esas miradas cautivadoras y las bocanadas en la nuca que me erizaban la piel. Mi espalda dejó de ser el lienzo en el que sus dedos fungían como pinceles dibujando sensaciones.
¡Oiga seño, ya sanitizamos el lugar, ya puede entrar! —fue lo último que escuché y todo quedó en silencio. Esa mezcla de químicos y perfumes seductores me impidió entrar y dormir en nuestro lecho. Lloré en la oscuridad porque la misma luna se negó a acompañarme, mientras el frío fue el único que se apiadó de mí para recordarme que estaba viva.
Abrí los ojos con las primeras luces del día. Sigilosamente entré al apartamento haciendo esfuerzos por reconocer el interior como si me hubiera ausentado por años. Me detuve en ese papel japonés de pequeño formato en el que ideó una paleta para aleccionarme sobre la teoría del color. ¡Cómo olvidar los destellos amarillos que irradiaban sus ojos y reproducían toda la gama cromática dentro de mí!
Luego me topé con mi rostro coloreado con acuarelas que hizo mi Juan en nuestro parque preferido una semana antes de que se enfermara. Aquel día que me despojé del tapabocas mientras él ensayaba mi semblante con el lápiz. Me dolía mucho ese recuerdo, lo esquivé. Seguí recorriendo el lugar y me atrapó su obra preferida manufacturada con acrílicos. Añoré abrazar a mi artista y le grité que regresara, pero lo único que provoqué fue que los pigmentos se resquebrajaran y cayeran escandalosamente al suelo. La imprimatura desnuda y el estruendo me confrontaron a mi nueva realidad: coexistíamos en dos dimensiones paralelas, la de la vida y la muerte.
Regresé a la terraza para que el tenue calor de la mañana me cobijara. Vi una cadena de recuerdos que me ataban a nuestra vivienda y temí que nunca podría irme de ahí. Sería esclava de una ilusoria dicha en compañía de mi amante fantasmal. Después me asomé para ver desde las alturas el inicio de la vida cotidiana en miniatura.
Sin pensarlo me subí a la barda de la azotea para lanzarme al vacío, levanté los brazos, cerré los ojos y me paré en las puntas de los pies para impulsarme a saltar. De repente un fuerte golpe en la mano me hizo tambalear. Lo sentí como un objeto de metal pero se trataba de un papel, era el retrato que me hizo mi Juan en el parque, ese que eludí momentos antes. Como si fuera un espejo, me miré a los ojos.
Bajé de la barda y me desvanecí en el suelo, exhausta. Tardé varios minutos en recuperarme, luego aspiré profundo y me dirigí a la escalera pensando en los mil reinicios a los que me podía conducir. Mi Juan se despedía desde el umbral de la puerta.
© All rights reserved Eva Leticia Brito Benítez
Eva Leticia Brito Benítez (Ciudad de México). Licenciada en Restauración de Bienes Culturales y doctora en Estudios Mesoamericanos. Trabaja como investigadora en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, donde ha publicado libros y artículos científicos sobre patrimonio e identidad cultural. Autora de varios cuentos cortos y relatos publicados en México y Estados Unidos, como “La silla sin respaldo” en Nagari Magazine Vol. 11-2021. evalebrito@gmail.com