“Al iniciarse el día sobre la guerra / él se vistió, salió y murió, / las cerraduras bostezaban desparramadas y una explosión las esparció, / él cayó sobre aquello que amaba, el pavimento despedazado de la calle / y los granos fúnebres de un punto de sacrificio.”
Entre los muertos en el bombardeo al amanecer había un hombre de 100 años (fragmento),
Dylan Thomas
Un fantasma recorre Europa, pero ya no es el del comunismo, como afirmaba Karl Marx en el siglo XIX.
Y debo corregir el párrafo anterior, porque el espectro trasciende los límites de la Unión Europea en un mundo globalizado, interdependiente, donde el minuto a minuto de las buenas y las malas noticias llega casi al instante a todas las partes del globo.
Donde las economías, la política y el vaivén de las condiciones sociales —las mareas que rigen la vida misma de todos y cada uno de nosotros— sufren los efectos inmediatos de cualquier cataclismo que se produzca en el planeta.
Un mundo donde nadie, en mayor o menor medida, sale indemne cada vez que la magnitud de los hechos sacude la realidad común y sigue modificándola después con sus reverberaciones.
Subrayo adrede este detalle compartido de las catástrofes que afectan al conjunto e la humanidad, porque nunca falta el distraído, el negador a ultranza —a fin de cuentas, la negación de los hechos concretos es un mecanismo de defensa individual bien conocido— que refiere que esto o aquello sucede bien lejos del sitio que habita, buscando convencerse de que, a fin de cuentas, a él el daño nunca le llegará.
Pero sí le llega.
Y dolorosamente, seguimos hoy bajo los efectos de un ejemplo muy concreto, el de la pandemia que ha causado millones de muertes en todo el mundo. Allá en los comienzos del desastre, en diciembre de 2019, más de uno se decía a sí mismo que, atribuido su origen a un lejano lugar de Asia, era absurdo suponer que iba a alcanzar la enfermedad toda la esfera terrestre.
Cuando se decretaron las medidas de aislamiento y prevención, el dicho tranquilizador fue suplantado por el convencimiento de que esas normas se extenderían, a lo sumo, por quince días.
Transitamos por 2022 con las mascarillas puestas.
Luego, en medio de la pandemia declarada y bajo los efectos de la debacle política, social y económica que originó más allá de sus efectos directos sobre la salud mundial, los negadores de siempre tornaron a serenarse cuando surgieron las vacunas específicas y los países que lograron acceder a ellas comenzaron a inocular a sus habitantes. Una dosis y ya, inmunes.
Pero surgieron las variantes del virus original y en una parte del globo estamos recibiendo terceras y cuartas dosis para lo mismo, sin garantías de una inmunización efectiva y permanente.
Lamentablemente, no existen vacunas contra la guerra.
Según lo demuestra nuestra historia, la pasada y la más contemporánea, una parte de nosotros sigue siendo igual, permanece sin cambios desde los tiempos del paleolítico, cuando las diferencias por la posesión de agua, territorios de caza o cualquier otro bien ambicionado se dirimía a garrotazos, bajo la ley del más fuerte, el más astuto y el más despiadado. También, el más asustado por la presencia de tribus vecinas.
Ese “virus” prehistórico, el del afán de matar para conseguir lo que se quiere o eliminar aquello que más se teme, sigue siendo inmune al desarrollo de la cultura, que con toda evidencia apenas alcanzó para recubrir, a algunos de nosotros, de una delgada pátina de civilización, una frágil cubierta de progreso moral, ético y espiritual que fácilmente destroza la bestia escondida cuando decide emerger y pronunciarse, apenas presiente que las condiciones son favorables, el momento propicio, la hora es la indicada.
Y como la bestia que es, poco o nada le importan las consecuencias que su accionar pueda disparar en todas direcciones, a escala global, afectando las vidas y el futuro de millones de personas. Eso le importa tan poco como al virus que suponemos se originó en un sitio muy lejano.
De igual modo, estas catastróficas y muy ciertas posibilidades tampoco las toman en cuenta los negadores a ultranza, hasta que los ramalazos de las crisis mundiales llegan a sus mismas puertas, bajo la forma de la disparada de precios de insumos de todo tipo, la parálisis del comercio internacional, la falta de los productos más básicos (incluida por supuesto una vasta gama de medicamentos de extrema, irreemplazable necesidad), el espectáculo aterrador de miles y miles de personas que deben huir de cuanto y cuantos conocían para poner sus vidas, sus meras vidas a salvo, si es que lo logran.
Eso resulta ser, apenas, el principio.
Como lo fueron las primeras señales alarmantes de la pandemia.
Luego bien puede venir lo peor, inclusive cuando, como en el momento actual y valga el paralelo, Ómicron, la “variante amable” del coronavirus, muy contagiosa pero menos letal, preanuncia para los más optimistas el final definitivo de la calamidad en curso.
Porque el detalle es que ya las guerras no se libran como en el paleolítico, a lanza y garrote. Ni siquiera con las armas convencionales de los años 40.
En eso sí que los métodos han mejorado. No somos evidentemente mejores algunos de nosotros, pero sí los medios inventados para invadir un país soberano, pulverizar a cientos de un solo bombazo y reventar los pulmones de los que estén algo más lejos. Para borrar del mapa un hospital infantil, disparar indiscriminadamente sobre edificios habitados por cientos de civiles indefensos o hacerlo sobre las hileras de hombres, mujeres y niños que buscan refugio durante un supuesto alto el fuego. También para lanzar misiles contra reactores nucleares (porque una reacción en cadena que arrase toda la región y más allá, mucho más allá, luego puede ser caratulada como un efecto secundario y colateral, ese horroroso eufemismo).
Y hay más, mucho más en los arsenales, como muy bien ya sabemos. La “solución definitiva” que, en caso de que el conflicto desborde, promete ser por demás efectiva, no solo como antes una mera amenaza persuasiva. Efectiva para eliminar no ya a cientos de miles o a millones de inocentes, sino a la mayor parte de la humanidad. Incluyendo, desde luego y enseguida, a los mismos primeros agresores.
No parece una locura, lo es.
El conflicto nunca va a cobrar tales dimensiones, se juran a sí mismos los negadores.
No como sucedió en los días previos al 28 de julio de 1914 ni en las vísperas del 1ro. de septiembre de 1939.
Escribo esto todavía en marzo de 2022. Solo espero que, por una vez, ellos, los negadores, tengan razón.
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© All rights reserved Luis Benítez
Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay.