Las mujeres negras han trabajado incesantemente en la consecución de un instrumental subterráneo para resistir la embestida de las imposiciones sociales. Con las secuelas que dejó la esclavitud al negar posibilidad de familia, maternidad y gozo verdaderos, ellas han llevado a cabo una labor capaz de conducirlas a ganar —o recobrar— su «cuarto (cuerpo) propio». Ahora bien, ¿de qué manera la mujer negra caribeña ha intentado acercarse a la edificación de una significativa autodeterminación desplegando estrategias nacidas desde el cuerpo? Esta y otras interrogantes constituyen los ejes medulares que atraviesa la novela Autobiografía de mi madre (2009)[1] de Jamaica Kincaid, escritora nacida en Antigua y radicada en Estados Unidos que, en este volumen expone no pocas de las libertades ganadas por el cuerpo de la mujer negra antillana.
Casi pudiera decirse que el personaje central de Autobiografía de mi madre es el cuerpo negro femenino. Xuela, la protagonista, solo se quedaba tranquila después de que «[sus] manos hubieran recorrido todo [su] cuerpo acariciándolo amorosamente, deteniéndose por fin en ese lugar suave y húmedo entre las piernas, y un grito sofocado de placer que no habría permitido a nadie oír hubiera escapado de [sus] labios».[2] La narración, construida desde la infancia de Xuela, recorre paso a paso sus experiencias, los descubrimientos del placer propio, la masturbación en solitario, las primeras (y posteriores) relaciones sexuales, el goce y el desagrado, el matrimonio, la infidelidad, la satisfacción y el malestar; todo reunido en una búsqueda de sí a través del cuerpo, por donde todo pasa, desde los zapatos que lastiman los pies habituados a estar descalzos hasta el roce áspero de la tela de los vestidos.
Desde niña, la protagonista se deleita con lo prohibido, estigmatizado. Kincaid describe magistralmente el placer que a Xuela le provocan sus propios fluidos, su vagina, sus olores. Solitaria pero consciente de sí, preocupada por sus necesidades, le encantaba el olor de la gruesa capa de suciedad que llevaba detrás de las orejas, el olor de su aliento, el que le llegaba de entre las piernas, el de sus axilas y hasta el de sus pies sin lavar.
El cuerpo del personaje principal es una especie de traductor de lo que ella misma, sin saberlo, va (re)construyendo a nivel de pensamiento: el reconocimiento de sí y la posibilidad de concilio y vínculo con otros cuerpos negros femeninos. Sus olores acres, símbolo de cuanto estaba fermentando en su interior, conducían a la protagonista a tal disfrute que aun estando en lugares públicos mantenía cerca de la nariz aquellas mismas manos que antes habían hurgado en cada escondrijo suyo.
Cuando Xuela deja de usar ropa interior y comienza a autoprodigar caricias a la maraña de pelo que crecía entre sus piernas, también se inicia, a los quince años, en la reflexión sobre el transcurrir de su vida. Lava la delgada costra de sangre que quedó entre sus muslos luego de su primera relación sexual mientras se abstrae en sus propias sensaciones para reconocerse adolorida pero colmada de placer. Mira largamente su cuerpo, en un espejo roto encontrado en la basura, y queda convencida de que siempre le gustaría cuanto acabara descubriendo en él.
Xuela hace de su cuerpo una suma de actos sumamente subversivos que destrozan roles impuestos. No solo disfrutaba de un goce a solas sino que también ante relaciones sexuales impuestas, logra obtener su propio placer. Hay un Yo de fuerte impacto expresado en ese goce, una manera de hacer que las circunstancias se vuelvan a su favor, un modo de obtener provecho de su historia, de la Historia. Esta es la estrategia, sin dudas, de un cuerpo subalterno que, además, sabe que lo es.
Los senos de Xuela le quemaban, le picaban y ese ardor, ese escozor, solo se calmaban cuando la boca de un hombre los succionaba. Esas fueron sus razones para casarse con el blanco: la necesidad de encontrar, no quien la «representara», defendiera, definiera, validara, sino simplemente un hombre que ofreciera alivio a las más genuinas demandas de sus deseos físicos, íntimos: un hombre blanco que no tenía la piel de sus sueños y cuyo aspecto «no era el de nadie a quien […] pudiera amar»; un hombre blanco en quien dejaba de pensar inmediatamente que él la penetraba, para abandonarse al recuerdo, a la evocación de Roland, su amante negro, en quien Xuela encuentra un igual.
Roland, de pelo oscuro y ensortijado como el suyo, la colma de una felicidad nunca antes experimentada. Hacían el amor sobre una delgada tabla cubierta de una tela vieja, como correspondía a un estibador y la «sirvienta» de un médico que era como Xuela se reconocía ante el esposo blanco. Así gozaba de su amante negro…
Xuela no tuvo hijos: ni con su amante negro, ni con su esposo blanco. Se lo impedirían una suma de abortos provocados y la decisión de jamás tener descendencia porque eran cargas que no quería llevar, «cargas que eran una consecuencia del placer, no una consecuencia de la verdad». Su decisión, de algún modo, la iguala a aquellas negras esclavizadas que, desesperadas por el futuro del hijo a quien legarían únicamente un espacio de opresión, utilizaban cualquier método abortivo o terminaban, en muchos casos, matando a sus vástagos con sus propias manos al momento de nacer, o encomendándoles esta tarea a las comadronas de la época. Descubriéndose, apropiándose de sí misma, sintiendo, Xuela se construye desde el cuerpo y esto es la base de su explicación del mundo que aprehende para sí. Se adueña de ese cuerpo propio, lo convierte en arma y zona de resistencia y desde él va acercándose a la consecución de una autodeterminación sexual y erótica que en su núcleo de libertad origina un proceso de reconocimiento de sí y de su lugar en el mundo.
En Autobiografía de mi madre, el cuerpo negro femenino dialoga consigo mismo y con otros cuerpos a través de una comunicación no verbal que, aun con sus barreras, muestra gran eficacia en la construcción de un nuevo Yo femenino capaz de expresar los cambios y las acciones de las naciones caribeñas.
Si en el origen de la mujer antillana están esos cuerpos negros violentados, arrastrados desde África atravesando el mar, deconstruidos y convertidos en mercancía, poseídos por el amo y condenados a reproducirse; si en el devenir hacia la modernidad sufrieron opresiones simultáneas que les ha confinado a estrechos roles, es vital entonces que los procesos de autorreconocimiento y autorreflexión se inicien por esos mismos cuerpos. Se trata de empezar a curar la llaga por la herida inicial, en una tarea nacida de la experiencia personal, con herramientas propias, arrancadas con fuerza a la vida y a la historia de nuestras naciones caribeñas y negras.
[1] Originalmente publicada como The Autobiography of my Mother, en 1995.
[2] Kincaid, J. (2009). Autobiografía de mi madre. Buenos Aires: Capital Intelectual. Todas las citas son de esta edición.
© All rights reserved Laura Ruíz Montes
Laura Ruíz Montes (1966). Poeta, editora, ensayista y traductora. Ha publicado libros de poesía en Cuba y el extranjero, de los cuales Los frutos ácidos y Otro retorno al país natal, obtuvieron en 2008 y 2012 respectivamente el Premio Nacional de la Crítica Literaria. También ha publicado libros de ensayos (centrado en la literatura caribeña), teatro y literatura para niños y jóvenes. Su traducción del francés de El exilio según Julia, de Gisèle Pineau obtuvo en 2018 el Premio de Traducción Literaria. Su último libro de poesía publicado es Diapositivas (2017). Su volumen Grifas. Afrocaribeñas al habla (entrevistas a treinta creadoras del Caribe anglófono, francófono e hispanohablantes) está en proceso editorial en el Fondo Editorial Casa de las Américas. Es la editora principal de Ediciones Vigía y la directora de La Revista del Vigía de esa misma editorial.