En el momento en que ─según el libro maya del Chilam Balam─ “acababa de despertar la tierra” y aún no se sabía lo que iba a suceder, ya aleteaba la “Serpiente de Vida con cascabeles en su cola y plumas de quetzal”. Esta ave, Kukul en maya, es reconocida como la de belleza más extraordinaria de toda América, y dio su nombre y atributos a la Serpiente Emplumada, el gran Kukulkán o Gucumatz en maya, el mismo Quetzalcóatl, en náhuatl, la lengua azteca en la que quetzalli significa “hermosa pluma brillante”. Con el plumaje iridiscente de esta magnífica ave monógama se revestían los reyes y sacerdotes de Mesoamérica, pero sólo tomaban sus plumas después del tiempo de sus vuelos nupciales, resguardando a toda costa su vida. Matar a un quetzal era un crimen que se castigaba con la muerte en tiempos prehispánicos. Después de la Conquista la protección sacra terminó y hoy, debido a las talas incesantes, a los incendios forestales, a la contaminación de las aguas o al tráfico ilegal, el precioso quetzal, sinónimo de libertad ─ languidece y muere en cautiverio─, se encuentra en vía de extinción. Y por ello es tan necesaria la preservación de los bosques nubosos, que son su hábitat, y la creación de reservas como el Biotopo del quetzal en Guatemala.
En sus Leyendas de Guatemala, país del cual es el ave nacional, y cuya moneda es precisamente el quetzal, el premio Nóbel Miguel Ángel Asturias describió la relación entre su cambiante plumaje y el del dios “Cuculcán”, que no sólo proclama que es el sol, sino se transforma a medida que el astro avanza en su curso. Las plumas del quetzal mudan del verde al azul profundo, según la luz del día, y aunque el pecho del macho es rojo ─según la leyenda se tiñó de ese color al hundirse en la sangre del guerrero Tecum Uman, asesinado por el cruel conquistador Pedro de Alvarado─, todos los colores, del blanco al amarillo oro, o del violeta al negro profundo, resplandecen en su manto. Los tonos verdes y azules provienen de su origen mítico: según el libro maya del Popol Vuh, los formadores del mundo, Gucumatz y Tepeu, los “fabricantes” que “inventaron la Tierra y la poblaron de animales y de seres humanos”, soplaron su aliento sobre un árbol de Guayacán y de la danza de las hojas verdeazuladas en el viento nació el quetzal. Pero, como está escrito en piedra a la entrada del Biotopo Universitario para la Conservación del Quetzal en Guatemala: “El Quetzal no puede seguir siendo un símbolo teórico…vive y existe para orgullo de nuestro país en las selvas más profusas y frondosas”. Son las palabras de Mario Dary Rivera, quien creó en 1976 esta reserva para impedir que el ave nacional se convirtiera en una más “de las cosas bellas que fueron y ya nunca más serán”, y asegurarse de que en cambio, siguiera aleteando con su plumaje tornasol entre las hojas.
El nombre científico del quetzal, pharomanchrus mocinno, alude al gran “manto” que forma la cambiante cola iridiscente del macho, que en época de apareamiento puede extenderse hasta más de un metro, y evoca los aportes del botánico mexicano José Mariano Mociño, autor del tratado Flora de Guatemala (1818), una figura esencial en la Expedición Botánica que fue tan vital para el reconocimiento de las riquezas naturales de América como para la gesta de la independencia. A su vez, el ornitólogo guatemalteco René Colorado, recibió en 2019 la Orden del Quetzal, la más alta distinción que otorga el país, justamente por la protección que logró dar al ave sagrada maya mediante proyectos de limpieza de las aguas del río Motagua. Su voz se sumó a la de todos los que claman por la preservación de los bosques nativos para que el quetzal viva.
Visitamos el Biotopo del Quetzal, un lugar sagrado porque responde a lo que necesitamos salvar, en el año del aniversario 30 de la muerte inesperada y temprana de Dary Rivera, ocurrida en 1981, poco después de que hubiera cumplido todas las combinaciones calendáricas posibles que según los mayas se realizan en un período de 52 años, y en el vigésimo aniversario de que fundara la primera Escuela de Biología en la Universidad San Carlos de Guatemala. El Biotopo del Quetzal lleva hoy el nombre de este visionario que estableció las primeras leyes medioambientales en la región y creó el Sistema Universitario de Áreas Protegidas, que hoy llena de santuarios ecológicos el país. En su natalicio, el 21 de febrero, se celebra el día del biólogo en Guatemala.
El canto del quetzal
En Los pasos perdidos, Alejo Carpentier se adentra en la geografía de América en un recorrido en un espacio mágico-realista, y a medida que se desplaza viaja hacia atrás en el tiempo. Algo semejante ocurre al entrar en las áreas protegidas de las laderas y cumbres de las montañas Quisís y Cerro Carpintero, donde se creó el Biotopo Universitario para la Conservación del Quetzal Lic. Mario Dary Rivera. Llegamos después de manejar una hora desde la ciudad de Cobán, en la región de las Verapaces. A mediados de abril estamos todavía en los meses ─de febrero a septiembre─ en los cuales hay esperanza de ver un quetzal. La guía de Turismo, Nancy Bosareyes, explica un rasgo clave de la avifauna: en este pequeño país donde hay 37 volcanes de picos elevados convergen especies del Norte y del Sur del continente. Apenas entramos al bosque que es “la mansión del Pájaro Serpiente” ─como tituló su libro sobre los animales de Mesoamérica Virgilio Rodríguez Macal─ nos cuentan que el canto del Quetzal se oye, como un eco, en las alturas de la antigua Tikal, cuando se aplaude. Oírlo aquí dependerá de la suerte, o el favor, en el ascenso por la vía de los Helechos o por la Vía de los Musgos. Tras avistar un norteño pájaro “jay” azul, cerca al busto de Dary Rivera, caminamos hacia el encuentro de criaturas vegetales prehistóricas: la mansión del quetzal está llena no sólo de encinos, cipreses, o eucaliptos y de árboles de aguacatillo, su fruto preferido, sino de antiquísimos líquenes, musgos, orquídeas y enormes plantas aéreas. Rostros de monos, que según el Popol Vuh descendieron de una raza de hombres que no sabía reconocer a su Creador, aparecen nada menos que en las terminaciones de helechos gigantes, conocidos como Cola de Mono. Tanto esta especie vegetal, como la orquídea albina, popularmente conocida como la Monja Blanca, símbolo de Guatemala, han sobrevivido desde la prehistoria. Empezamos a entender las palabras de uno de los guardabosques: “Cuando entré al Biotopo sólo veía monte, puro monte. Ahora distingo todo y no dejo de sorprenderme nunca”. Él recorre zonas inaccesibles para los turistas y ha visto quetzales incontables veces. Caminamos en silencio y vemos, como un ramalazo, el paso de oropéndolas. Nos detenemos ante caídas de agua que concentran todo el resplandor de la luz solar. Pero el medio día no es la mejor hora para avistar al pájaro sagrado. Ascendemos escuchando movimientos que pueden ser de saraguates, salamandras o conejos, atentos sobre todo al esperado aleteo. Hay tanta belleza intacta que luego descendemos pensando en que quizás el pájaro quetzal que no hemos visto se asemeja a lo que, según Borges, significan las “Itacas”: el biotopo nos ha regalado un camino de encuentro con el asombro. Eso basta. Hemos entrado a una de las mansiones del quetzal que aún existen en la tierra. Pero entonces, sin esperarlo, casi resonando en nuestros oídos, oímos el canto del Quetzal. Y cuando se silencia, como para sellar esa comprensión, recibimos otro regalo inimaginable: un concierto de cigarras ─también invisibles─ que asciende en movimientos armónicos y alcanza un crescendo de indescriptible intensidad, y luego disminuye suavemente. Salimos, enmudecidos, con el eco de estos sonidos que estaban antes de la primera voz humana y que resuenan como el canto mismo de la creación de la tierra.
© All rights reserved Adriana Herrera Téllez