El sueño que Onelio tuvo aquella noche fue distinto a cualquier otro. No había sido una difusa sucesión de momentos en los que sencillamente aparecía, una secuencia aleatoria de rostros y sensaciones que olvidaba en el momento exacto en el que despertaba. Él había entrado a ese sueño por decisión propia… y lo que salió de él, también.
El día en que llegó al sueño fue un día anodino de punta a punta. La tarde avanzó en tropel, pero aún más rápida fue la noche que se extendió por el mundo del mismo modo en que las olas al quebrarse arañan la orilla de las playas. Onelio estaba tendido en el sillón, completamente a oscuras, y ni siquiera tuvo que cerrar los ojos para comenzar a soñar. En el sueño vio una bahía sobre la que el agua se agolpaba de forma violenta, pero sólo él parecía asustado. Había niños con flotadores en el agua y hombres de panzas espléndidas que yacían sentados sobre lo que parecía un muelle. Él tenía miedo porque no sabía nadar, pero de cualquier modo se paró sobre la orilla, sintió el agua salpicándole las piernas y se arrojó porque sabía que eso tenía que hacer. Era su llamado.
En el interior sólo podía escuchar el latir pausado de su corazón, pero descubrió que mientras más se acercaba a la superficie menos podía observar alrededor; sólo cuando se sumergía el agua revelaba su contenido, sus trazos esmerilados y hialinos, y tanto más se adentraba más ligero se sentía. Descendió hasta llegar a una oquedad en la que flotaban ídolos de piedra en los que nacía una ligera capa de salitre, bustos de cobre que anidaban burbujas de aire; y aún más abajo descubrió una torre de madera desvencijada que parecía haberse atorado con un pecio; los restos de un castillo negro que se deshacía a cada segundo; una construcción antediluviana, piramidal, a la que el agua remolcaba hasta el fondo con pasmosa lentitud; un amasijo de restos de inmuebles, palacios, ensambles, objetos que sólo podían provenir de una época antiquísima, preservada en esa eternidad líquida, hasta que algo tironeó dentro de su pecho, una especie de presentimiento que lo hizo voltear hacia arriba, donde observó el ojo de un huracán que nacía por encima del punto exacto en el que se encontraba, un maremoto que comenzó a envolverlo con su fuerza centrífuga, avasallante, mientras las construcciones y las cosas iban desvaneciéndose con la misma fuerza que lo hacía elevarse hacia la superficie, hacia un cielo opalino que yacía quieto, un cielo extrañamente familiar, un cielo que ahora tenía delante suyo: él, extraño, recién salido, estático dentro del agua, fue incorporando la noción que tenía de sí mismo, y miró a su alrededor y halló un bosque… bosque, bosque, bosque en todos lados, hasta que vio una silueta en la orilla, el trazo fino de una anciana que lo miraba a la distancia.
Avanzó hacia ella y la mujer extendió su brazo para ayudarlo a salir. Él tomó su mano y le pareció áspera, como la corteza de un tronco. Tuvo un escalofrío violento mientras salía del agua, a la que ahora vio lejanamente. Concluyó que era una laguna, una especie de presa muy distinta a la bahía por la que había llegado, y hasta entonces decidió voltear hacia la anciana, que no había dejado de mirarlo un solo instante. Azorado por todo lo que había acontecido, lo único que Onelio atinó a decirle fue:
—¿Sabe? Sé que lo que he visto es asombroso. Pero, ahora mismo, lo que más me sorprende es que sé nadar.
La anciana se rio y la sonrisa reveló su rostro más envejecido.
—Yo tampoco sabía nadar, le dijo, pero en el lago cualquier cosa es posible.
Y así supo que era un lago.
La superficie del agua se había inmovilizado y daba la impresión de que si hundía el dedo en ella no traspasaría nada, sino que se tensaría como si fuera un objeto elástico, verdoso y oscuro. Iba a hacer esa observación en voz alta, pero escuchó que la mujer le preguntaba cuántos años tenía, quién era. Algo decían sus ojos que Onelio sintió como si ella supiera qué es lo que iba a responder.
—Me llamo Onelio, tengo veintiocho —dijo— ¿Y usted?
—Deben ser más de ochenta —la oyó decir. Su voz era cavernosa y profunda, y la piel de su rostro parecía plegada a la forma de sus huesos. Lo que la mujer observó, en cambio, fueron los ojos del muchacho, que parecían desvelar una delicadeza infinita, una antigua tristeza heredada. Eso, pensó como un relámpago, era algo que también había visto en los suyos.
—¿En dónde estamos? —preguntó Onelio. La anciana se quedó en silencio y algo vislumbró el muchacho en ese gesto que de inmediato se arrepintió de haber preguntado.
—Vas a tener tiempo para averiguarlo —le dijo. Y preguntó—: ¿Qué viste dentro del lago? ¿Viste a alguien?
—Vi… una bahía… y después los vestigios de algo… ciudades atrapadas en el fondo del agua.
—¡Ah! —exclamó la anciana, y se llevó la mano a la quijada. Se sintió agitada, con un ligero hormigueo que ascendía a través de las piernas hasta su estómago, una premonición sobre el final.
—Escucha, creo que debes saber algo —se apresuró a decir la anciana. Sonreía con ternura, pero en los ojos prevalecía un chispazo de malicia—. La última vez que alguien llegó a este lago fui yo. De eso han pasado muchos, muchos años, y en todo este tiempo sólo acumulé preguntas, pero en cambio conseguí una segunda vida. Ahora creo que eso es justamente este lugar: el reflejo de cada cosa anegada en nuestra memoria, o bien en nuestro futuro, no puedo decirlo con certeza. De cualquier modo, hay algo que tengo que decirte: mi nombre es Úrsula y no debes tener miedo, el lago estará contigo para siempre. Alguien me dijo estas palabras cuando llegué aquí, y ahora intuyo que es tiempo de decírtelas a ti, del mismo modo en que seguramente tú habrás de decírselas a alguien más. Si tienes suerte, quizá no pase demasiado tiempo. Yo no la tuve.
Onelio quiso decirle algo, pero Úrsula hundió los pies en el agua y en su mirada no había nada más que ese horizonte líquido. El muchacho se paró junto a ella y observó que su rostro reflejado en el agua era una sucesión aleatoria de muchos otros rostros, pero, en cambio, al mirar el reflejo de Úrsula lo único que halló fue el rostro de la anciana. Cuando sus ojos se encontraron en el agua, ella sonrió y le palmeó el hombro. Permanecieron en silencio hasta que ella, adentrándose al lago, caminando a tientas entre esa oscuridad acuosa, sumergió los pies, después las rodillas y finalmente el vientre y el torso, hasta que escuchó que el muchacho le gritaba algo, algo a lo que Úrsula respondió sin voltear la cara, izando la mano en señal de despedida, hundiendo el último de sus cabellos en su exhalación final.
Despertó sobre el sillón cuando aún era de noche. En la oscuridad adivinó las manos, se palpó el rostro, y supo que el sueño había acabado. Que al fin era libre. Que ahora se llamaba Onelio, que tenía veintiocho años. Y que nunca volvería al lago, nunca.
© All rights reserved Mario Galeana
Mario Galeana nació en Tehuacán, Puebla en 1992. Es escritor y periodista. A los veinte años comenzó a publicar cuentos en revistas impresas y digitales. Algunos de esos cuentos se incluyeron en su primer libro No hay que hablar del silencio (Opción-ITAM), publicado en 2018. Es codirector del portal de periodismo Manatí. Escribe en revista purgante. Fue becado por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y asistió al festival literario Centroamérica Cuenta en 2017. Prefiere la ucronía a la utopía.