Escribo estas palabras desde México, parte del mundo occidental pero no parte crucial, o al menos no considerada así. Patio trasero de Estados Unidos, país del sur global, territorio violento, de gobiernos vacilantes o subordinados o fallidos. No es del todo así, por supuesto: lo real siempre es mucho más rico, más complejo que los estereotipos. Pero esa es nuestra imagen fuera de las fronteras del país: la reducción a la que se nos somete y que nosotros mismos fomentamos y repetimos cuando nos conviene.
Al perpetuar esa reducción se repiten muchas mentiras, muchas imprecisiones y falseos. Una de las más insidiosas, en realidad, es mucho mayor que cualquier problema exclusivo de mi país: es la noción de que las vidas humanas, y todo lo que implican (las interacciones sociales, las luchas cotidianas, los grandes acontecimientos, nuestras relaciones con el cuerpo y el lenguaje) están constreñidas por las fronteras nacionales. Obviamente, nuestro tiempo es también uno en el que la presunta “libertad de movimiento” promovida como una bendición de los regímenes neoliberales no solamente se ha revelado como engañosa, y no sólo retrocede en muchos lugares, sino que está de facto anulada para casi todo el mundo por la pandemia de la COVID-19. Pero (y con esto llego al trabajo de Hemil García) siguen existiendo los viajeros: aquellas personas que, debido a sus historias personales, experimentan de primera mano el cruce de fronteras, y hacen de él, quieran o no, parte de sus vidas. Los migrantes, legales y no; los fugitivos, los refugiados; los muy escasos para quienes no hay fricción en el planeta.
Esa es otra experiencia crucial de nuestro tiempo, pero (aunque parezca mentira) está poco explorada. O, quizá, explorada de maneras muy limitadas: en la literatura, por ejemplo, suele ser vista desde afuera o ceñida a lo testimonial, al testimonio casi directo. Hemil García Linares, nacido en el Perú, radicado en Estados Unidos, promotor y practicante de la literatura en castellano dentro de su país adoptivo, es uno de los escritores que está rompiendo esos límites: cruzando esas otras fronteras.
¿De qué manera se puede hablar de traspasar fronteras sin representar el cruce de manera literal? Por ejemplo, escribiendo historias alrededor de él: relacionadas con el choque cultural, la discriminación, la dicotomía del desarraigo y la asimilación, pero centradas en la conciencia de quien cruza, en las numerosas experiencias que puede tener más allá de la experiencia misma del desplazamiento. Expedientes Morgue hace esto creando historias de miedo: versiones y pastiches de clásicos, argumentos originales, siempre desde el punto de vista de personajes que han cruzado. Algunos están en fronteras; otros, en países de visita o de mudanza. Ninguno tiene como centro, al final, el movimiento de los cuerpos, pero sí el movimiento de las conciencias: la forma en la que el pensamiento se modifica (se abre, se cierra, se desvía, se reencauza) al darse cuenta de que las fronteras son arbitrarias, porosas, y a la vez durísimas.
No debería sorprendernos tanto que esto sea posible. El miedo es universal —una de las pocas experiencias que realmente trasciende todas las limitaciones territoriales— y las narraciones que lo tratan en occidente tienen una historia que ya es en sí misma de traslados y de cruces. La noción de que son un grupo concreto dentro de la cultura popular les da el nombre de genre, que es un galicismo utilizado en el inglés y que en castellano se traduce imperfectamente como género, o si acaso como subgénero; Edgar Allan Poe, un gran precursor referenciado explícitamente en varios textos del libro, se nutrió de la obra de los autores románticos europeos, y más tarde, a través de las traducciones de Charles Baudelaire, influyó en generaciones posteriores de escritores europeos; la literatura de Hispanoamérica tiene no solamente una historia ilustre de cultivadores de la imaginación fantástica, sino un momento de esplendor actual, con figuras elogiadas y queridas como Mariana Enríquez, Mónica Ojeda o Bernardo Esquinca, que producen su obra desde diferentes países y no tienen miedo de combinar diferentes influencias, estilos y (por supuesto) genres en su busca del significado del miedo en nuestra época contemporánea.
Un libro como Expedientes Morgue agrega a este panorama rico el trayecto particular de un escritor entre dos siglos, el XX y el XXI, y entre varias tierras y lenguas diferentes. Los personajes de Hemil García Linares son siempre observadores de un entorno en transformación, cuyas certidumbres son escasas y provisionales, y que se enfrentan a las proverbiales amenazas, enigmas o incluso monstruos —los enviados de la Gran Oscuridad, como habría dicho H. P. Lovecraft— con un aire menos de indefensión o de angustia que de perplejidad. Esto es también el mundo, parecen decirnos; igual que todo lo que dejamos en nuestra aldea, y todo lo que hemos encontrado en los otros lugares. Y sí, nos acecha, nos atemoriza, pero tal vez no lo veríamos siquiera de no ser porque nosotros mismos estamos descentrados, desplazados en el tiempo y sobre todo en el espacio. La realidad mayor de quien se abre al mundo, incluso contra su voluntad, puede abarcar todos los acontecimientos de afuera, pero también los interiores: todos los nuevos miedos, las nuevas esperanzas, las nuevas dudas.
A este mundo más lleno de estremecimientos (voluptuosos, hubiera dicho Poe; y también de otros) se nos invita en las páginas que siguen. Han de leerse con cuidado, y con deleite.
Alberto Chimal