En la novela Cerdos, de Johanna Stoberock, hay una isla innombrada en algún mar desconocido, cuatro niños se dan a la tarea de recoger la basura que llega a la orilla de la playa y utilizarla como alimento para seis cerdos. El mar es tóxico, por alguna razón cuya explicación huelga. Los cerdos tienen apetito voraz. Se comen todo. Los niños no saben cómo ni de dónde llegaron. Ni ellos ni los cerdos. La eternidad dura mientras tengan memoria de lo que viven. Como han vivido toda la vida allí, se podría decir nacieron niños y que solo podrán ser niños.
No cuestionan su presente. No tienen pasado.
Los protagonistas de la novela -Luisa, Mimi, Natasha y Andrew- cumplen una función autómata en un sistema de eliminación de desperdicios que llegan desde todas partes del mundo, pero da igual de dónde provienen. Los niños son conscientes de que deben alimentar los cerdos y hacer desaparecer toda la basura que se acumula a la orilla de la isla, pero nada realmente desaparece del todo. Esto ellos no lo saben. Aún.
Cada día aparece más basura que los barcos de carga dejan para ellos, lo que provoca que Luisa, quien presenta cierto grado de madurez, se pregunte no de dónde vienen los barcos, sino a dónde van.
Es el futuro que la llama desde lo que no se conoce.
Y con estos materiales trabaja la novela. Los niños no tienen memoria, solo imaginación. La imaginación es siempre moción del presente al futuro, nunca al pasado. Por tanto, los niños fabrican la idea de lo que son. Como el cerdo, que nunca mira hacia atrás y lo único que hace es devorar lo que está en su frente.
Lo que son los niños es lo que saben, y lo que saben es que su tarea es alimentar los cerdos, según lo han dispuesto los adultos. Nada más. Los adultos, que permanecen innombrados en la novela y actúan como voces de un mismo ente, han dispuesto el presente de los niños. Pudiesen haber dejado los cerdos alimentarse por su cuenta, que siguieran el instinto de supervivencia, pero ese no es el deseo de los adultos. Los adultos son poder y control.
Tal vez debamos arrojar los adultos a la porqueriza, sugiere Luisa.
Nada más ominoso.
Luisa sabe lo que dice. Los cerdos le han mutilado un dedo y no es hasta que ocurre esto que se percata que Mimi ha perdido tres. Natasha, que apenas tiene lenguaje al inicio de la novela, comienza a hablar como mediada por un alma vieja y parecería que, mientras habla, envejece. Andrew abandona su hipersomnia y su fijación en contarle historia a los cerdos para luchar por el bien de la colectividad. Mimi probablemente no es la más lista de los cuatro pero es quien más alerta se mantiene a la realidad, si tan solo para verificar su lugar en esa realidad. En fin, si la historia es un campo de conflictos, como decía Benjamin, los niños no hacen otra cosa que validar la posibilidad que van descubriendo.
La historia es la resistencia. Hay rebelión en la granja.
Entre trazos de Orwell y William Golding, Cerdos es un paisaje postapocalíptico del antropoceno, pero la entiendo mejor desde la fantasía claustrofóbia de La ciudad, de Miguel Levrero. Lo mejor es que se mueve como una novela juvenil para adultos.
Movimiento. Eso. No hay promesa del destino. Solo del movimiento.
Así, llegan dos disrupciones al universo diegético de Cerdos. La primera es la presencia de un quinto niño que los jóvenes porcicultores encuentran en una bombona de metal. Su nombre es Eddie y de buenas a primeras, los niños se preguntan si es uno de ellos o si lo deben alimentar a los cerdos. La extrañeza y la duda se apoderan del grupo y deciden que Eddie no debe permanecer con ellos y lo exilian. Eddie pasará a convertirse en una especie de dios-líder entre los adultos y hasta ejerce cierta dominancia fáustica sobre ellos.
La segunda disrupción en la narrativa es la de Otis, un hombre que ha naufragado y que ha perdido todo en su vida, entiéndase su hogar, su esposa y, sobre todo, su hijo, a quien le prometió volver a la casa sin poder cumplirle. Para los niños, Otis es evidentemente un adulto, pero no de la misma categoría de los que gobiernan en la isla. Por tanto, al igual que con Eddie, presumen que lo mejor será alimentarlo a los cerdos y lo arrojan a la porqueriza.
Los cerdos, opíparos y siempre famélicos, lo olfatean. Lo lamen. Gruñen. Lo asumen como uno de los suyos. Otis, al igual que los cerdos, solo puede vivir de devorar memorias. Y aquí la historia toma el registro de una parábola en un libro sagrado. Otis se piensa escogido por los cerdos y se acepta como libertador de los niños.
Otis se convierte en figura sacrificial. Los adultos van a secuestrarlo. Van a torturarlo. Es el sujeto rechazado por los niños (a quienes quiere proteger) y tampoco es bienvenido entre los adultos. Otis pertenece al reino bárdico de los cerdos y por tanto, le arrancarán los ojos y es lo mejor que le puede haber sucedido, reclama. Al fin puede ver el sentido de su presencia en la isla según Luisa, al faltarle un dedo, descubre que su mano sirve de llave para liberar los cerdos.
Y los cerdos, que se devoran cuanto objeto le llevan los niños, desde botellas plásticas hasta collares de Mardi Gras, latas, impresoras, comida caducada, y suelas de zapatos, no tienen espiritualidad: solo consumen los excesos de nuestra cultura material. Gruñen. Se humanizan. Luego prenden a cantar con Otis.
Armada de fantasía, realismo mágico y filosofía, Stoberock narra una alegoría posmoderna dicha con lirismo poético para dejarnos más preguntas que respuestas. ¿Acaso somos niños huérfanos que viven alimentando memorias a los cerdos del olvido? ¿Se han convertido nuestras vidas un mar de objetos desechados? ¿Momentos olvidados? ¿Bienes inutilizados por la obsolescencia? ¿Nuestras vidas puestas al servicio de algo que nunca cuestionamos? ¿Es la privación de la memoria, en su función política, la condena a una niñez de gente abusada por aquellos que ostentan el poder?
La rebelión en la granja, o donde sea, es orden. Los cerdos gruñen. La isla calla. Espera. Hay un camino de basura que lleva a alguna parte.
Nada más propio antes que comenzar a comerse unos a otros. Ya no quiero ser una niña, declara Mimi.
Tal vez debamos arrojar los adultos a la porqueriza, sentenciaría Luisa.
Nada más ominoso.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre