Periódicamente, el conocimiento científico-técnico, y cuando me refiero a ese tipo de saber, lo hago pensando en la aritmética griega, la filosofía natural de la Ilustración o la astronomía maya, lleva a un reducido grupo de personas a creer que son capaces de entender a la perfección el complejo puzle de la realidad. No podía ser excepción en estos tiempos de internet y de gestión de big data. Si a los pitagóricos las armónicas relaciones entre los números naturales les valieron para tratar de organizar un sistema de gobierno elitista y autoritario, a los europeos del XIX el delicado movimiento de los cuerpos que conforman el sistema solar les movió a anunciar el fin de Dios y de la historia, y a comenzar a idear los totalitarismos que gobernarían las pesadillas del siglo XX, y a los astrónomos mayas esa joya del conocimiento humano que es su calendario los llevó a anunciar el día del fin del mundo, de qué no sería capaz el ser humano contemporáneo, rodeado de potentes computadoras y absorbentes redes sociales.
Así las cosas, entrados en el siglo XXI y con una crisis de gobernanza galopante por la desconfianza de las masas frente a las élites dominantes, una serie de visionarios, fanáticos de las series de TV —alguno de ellos productor—, aficionadillos a ese inmenso iceberg de la matemática aún por descubrir en toda su extensión que es el tratamiento masivo de bases de datos, o big data, se creyeron con la llave que otorga el poder absoluto a partir de la manipulación y la gestión de las comunicaciones social media mediante empresas de marketing. Hablo de los Steve Bannon, los Dominic Cummings y los Iván Redondo. Le prometieron el poder a los líderes para los que trabajan entre capítulo y capítulo de House of Cards, y parecía que todo les iba viento en popa, porque ganaban elecciones, hasta que llegó el coronavirus. Y se llevó por delante ese vano presagio de creer entender la complejidad de nuestras sociedades en todos sus matices. Y se vio a la perfección el notable grado de estupidez de los dirigentes que esos supuestos gurús habían logrado poner al frente de sus respectivos países. Bannon ya no seguía dirigiendo los hilos de la Casablanca, sino obcecado por continuar su particular cruzada racista en Europa. Pero el mal ya estaba hecho, y el señor del dinero al que había servido ya recomendaba por TV ingerir importantes cantidades de desinfectante para vencer a un virus del que se había reído semanas antes y que tiene en EEUU el país con más casos y víctimas mortales. Cummings había salido huyendo de Downing Street, para regresar después de haberse saltado dos veces el confinamiento. Su sentimiento de superioridad aún le hace creer que puede estar por encima del resto de los ciudadanos. Pero espero que no le haya atrofiado el discernimiento y sea capaz de asumir que el Reino Unido ha sido el Estado que peor gestionó la pandemia en Europa. Y el presidente de España se llenó la boca de diálogo y pacto, de descentralización y co-gobernanza, antes de la crisis sanitaria, para acabar dirigiendo el territorio de forma centralista durante el Estado de Alarma, a partir de su pequeño comité de allegados, entre ellos su gurú, para cubrirse de gloria con anuncios erráticos como el de la salida de los niños a la calle, el uso o desuso de mascarillas, o la hipotética derogación de la reforma laboral, lo que habla a las claras de su manera improvisada y egotista de resolver los problemas.
Así las cosas, esperemos que esta nueva evidencia de la complejidad del mundo en que vivimos llamada COVID-19 vuelva a poner las incógnitas existenciales en su sitio. Si los números irracionales y, sobre todo, esa cifra secreta capaz de cuadrar el círculo: el pi y sus infinitos dígitos, se llevaron por delante el idealismo autoritario de los pitagóricos; si la mecánica cuántica hizo añicos el sueño del determinismo científico, para algunos pesadilla; y si unos tipos hambrientos de riquezas, poder y bajas pasiones provenientes de la Península Ibérica arrasaron el imperio maya pese a su hermoso calendario, adelantando en unos cuantos siglos el fin de aquel mundo, a nosotros el coronavirus nos ha devuelto a la complejidad. Ni las redes sociales, ni el tratamiento masivo de datos, ni las empresas que gestionan el marketing virtual, ni los espías de internet nos han ayudado con el dichoso virus. Tal vez sea hora de enfrentarse a los problemas con humildad. La estupidez es prepotente y siempre ansía el poder absoluto, la humildad no.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez (Barcelona. 1969), es escritor y profesor. En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper, 2012). En 2002 publicó el relato de no ficción Managua seis: Diario de un recluso (Instituto de Estudios Modernistas). Sus relatos han sido seleccionados para las antologías: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014); y para la revista de creación Specimens (Septiembre, 2014). Colabora con las revistas literarias Nagari, Suburbano y Quimera, además de colaboraciones puntuales con Rocinante y Agitadoras. Acaba de finalizar su tesis sobre ciencia y literatura española en la Universidad de Miami. Malas noticias desde la isla es su segundo libro de ficción.