Se acercaba la navidad de 1968 cuando lo conocí. Yo iba a cumplir 15 años y mi novio había conseguido una cita con Don Carlos para presentarle a los integrantes, casi todos tabasqueños, del Ateneo Cultural que había fundado. Al llegar, antes de dirigirnos a donde se llevaría a cabo la reunión, nos enseñó el nacimiento, lo enmarcaba un paisaje del Dr. Atl, terminado esa misma tarde, según nos dijo. Después subimos la escalera, los adornos de la casa además de los libros, eran una gran cantidad de estatuillas y piezas prehispánicas, me encantaron. Se dio cuenta y, mientras los demás organizaban las sillas, me enseñó algunas otras. Su actitud fue muy amigable. Nos sentamos en un gran círculo a su alrededor. Durante la reunión me cautivó su elocuencia, su inteligencia apasionada. Recuerdo cómo hablaba, cómo decía las cosas, nos veía y nos llevaba consigo en su discurso. Era un conversador ágil y expresivo, usaba todos sus recursos para decir lo que pensaba. Pero él quería un diálogo, lo que desembocó en un momento tenso ya que mis compañeros intimidados no atinaban a responderle. En medio del silencio, se dirigió hacia mí, muy serio y enfatizando las pausas me preguntó, ¿sabía usted señorita, que está prohibido, por la constitución mexicana, ser tan bonita? Lo dijo incluyéndolo todo, no dejó fuera un ápice de su ser ni del mío. Estupefacta y sonrojada lo miré incrédula; era el piropo más elaborado y fresco que había escuchado en mi vida. Sonreí cuando pude. Los demás, al principio aterrados, después de unos momentos de confusión también lograron celebrarlo, todos nos reímos y a pesar de las inseguridades, la plática se hilvanó con toda sencillez. Al final de la visita, nos acompañó hasta el coche. Fue amable con todos, particularmente conmigo, se lo agradeceré siempre. Aún escucho su voz de cuerpo entero, cuando leo sus poemas.
Pellicer fue cercano a muchos artistas y a varios poetas jóvenes. Los ayudó, entre otras cosas, a fortalecer su relación con las letras. Pero también lo hizo de manera anónima, llevando su poesía a lugares lejanos, poblados desconocidos sobre el horizonte internacional que frecuentaba. No desdeñaba lugar ni persona.
Recuerdo a Ciprián Cabrera Jasso, la mañana del 16 de febrero de 2012, en el Festival Hispanoamericano de Poesía, frente a su estatua y bajo una luz quebradiza, narrando el impacto indeleble que le causó, cuando a los trece años sus padres lo llevaron a oír al poeta, ya para entonces legendario, que venía desde Villahermosa a su pueblo natal. Emiliano Zapata, en ese entonces, era una pequeña ciudad de muy difícil acceso, debido al cuasi infranqueable Usumacinta, rey y guardián. Pano acudió al encuentro con el poeta y encontró la poesía.
Esta historia ha reforzado, a lo largo de los años, mi compromiso con diseminar la poesía en diferentes latitudes y ante públicos sui géneris y diversos. Me gusta ese poeta capaz de alfabetizar en las vecindades de la ciudad de México e irse a hacer la guerra en España, junto a Octavio Paz y a Elena Garro. Allá también conoció al prolífico, Claude Couffon, el hombre que tradujo al francés a los poetas de la guerra civil española, a varios premios Nobel latinoamericanos, además de a otros muchos poetas entre los que me encuentro incluida.
Claude me habló de cómo conoció a Bertolt Brecht en el café, la Coupole; cómo escribía Neruda y lo mucho que le había gustado traducir a Miguel Ángel Asturias; me contó las hazañas de Carpentier como alfabetizador, pero de Pellicer, no sólo me relataba anécdotas sobre su personalidad incandescente, sino que decía sus versos en voz alta y el cielo gris del invierno parisino se iluminaba con la voz de Claude recitando,
Trópico, para qué me diste
las manos llenas de color.
Todo lo que yo toque
se llenará de sol
La manera de ser de Carlos Pellicer era, sin lugar a dudas, una excepción en aquella Villahermosa ensimismada y pusilánime, escasamente relacionada con el entorno, debido, entre otros factores, a su geografía particular. Ir a Tabasco en aquel entonces tomaba muchas horas, no habían puentes, se usaban pangas y si había mal tiempo o era de noche, podrían pasar muchas horas antes de poder cruzar aquellos mundos de agua que se erguían entre el autobús y la tierra olmeca.
Carlos Pellicer nació a orillas del Grijalva que junto con el Usumacinta descarga al año, más de un tercio del agua de todo el país. Así, la médula tabasqueña es acuática. Pero a pesar de haber estado inmerso en ella, él fue capaz de darle un giro que impactaría de manera determinante la forma en la que los tabasqueños nos apropiamos de nuestro entorno y de la ubicación de Tabasco en la geografía literaria.
A pesar del disloque en la secuencia de los fenómenos meteorológicos, todavía se escucha decir entre los paisanos: “ya subió el río, la creciente se lo llevó todo, perdió su casa durante la inundación, el agua retoma su cauce, tiene memoria”. Aunque el clima haya cambiado, existan presas, se rellenen los popales o se sienta frío en pleno trópico, la importancia del agua persiste. Nosotros, los pobladores de tan húmedos parajes, no sabíamos cómo nombrar ese vaivén implacable que determina el cauce de la vida en la región.
Pellicer nos enseñó y ese aprendizaje se ancló en nuestra memoria. Esta es una condición particular, sus versos forman parte del acervo intelectual y poético de personas de edades y condiciones culturales y socioeconómicas muy variadas, quienes conocen de memoria, al menos alguna parte de sus poemas. Son tan populares como la canción de Pepe del Rivero, A Tabasco o alguna ranchera. Pocas veces se ha integrado la poesía con esa frescura y vigencia que no discrimina ni declina en el tiempo.
Este fenómeno me parece que no sólo se debe al hecho de que algunos leyeron esos versos en la escuela o los declamaron en alguna celebración. Pellicer nombró el paisaje, le puso palabras que describen lo que se siente formar parte de él. Habló sobre la tierra que lo vio nacer, y esa tierra nos pareció exuberante y brutal, pero junto a él ya no éramos rehenes del destino, ahora éramos fuertes, seres de leyenda, atlantes, ya no nos asustaba. A través de sus versos la descubrimos y la quisimos para nosotros. Después nos quitó la venda y la reconocimos, era la misma tierra, pero ahora era nuestra, estar ahí era un elección de valientes, no un golpe de destino que nos había castigado al nacer en un lugar lleno de mosquitos. Su poesía nos ayudó a nombrar nuestra condición particular de habitantes del trópico húmedo. Los tabasqueños lo escuchamos y al ritmo de las crecientes, repetimos sus palabras con orgullo.
Agua de Tabasco vengo
y agua de Tabasco voy.
Sabemos del poeta que fue un hombre que ejerció múltiples oficios, enérgico y plural, creativo. También arqueólogo y museógrafo. Su quehacer no quedó inscrito en una anécdota, o en una nota de prensa. Su voluntad incluyente fundó museos e instaló a orillas de la Laguna de las Ilusiones su poema arqueológico. Para ello, tuvo que rescatar y defender las cabezas colosales de los Olmecas, las transportó a Villahermosa y, al traerlas a la capital del estado, se las acercó al mundo. Enriqueció las raíces de nuestra América con su tesón, con su temple esforzado y visionario. Usó todos sus recursos para colocar los monolitos prehispánicos en un parque único en su naturaleza y concepto. Un entorno similar al original en su flora y su fauna, para que pudiéramos conocer y admirar las monumentales cabezas de la cultura madre. A propósito de ese proyecto, le comentaría lo siguiente en una carta a Alfonso Reyes:
Estoy haciendo un poema con los tres reinos…/ Cuando regrese a la
capital iré a verte y te platicaré de la cosa en que ando metido: aquí
moviendo y trasladando milenios de 38 toneladas./ Figúrate un poema
de siete hectáreas. Con versos milenarios y encuadernados en misterio.
Naturalmente a orillas de un lago…
Gracias a que Pellicer fue un gran viajero, su ojo entrenado pudo rescatar lo cotidiano de su entorno para volverlo único y accesible. Tanto en su obra como en su vida en general podía deslindar la belleza del entorpecido fragor de la baratija. Conoció América Latina, vivió en Europa, fue tres veces a Tierra Santa, en fin, abrió las puertas del mundo y asumió su rol preponderante. Presiento que desde muy joven, supo que su destino era ser un largo poema inscrito entre las líneas de sus días.
Recuerdo que mi madre me contaba que mandó traer una muestra de todos los árboles del estado. Fastuoso, pensé, a ese hombre no le basta soñar, construye y con ello inaugura recintos nuevos en la realidad. Una hectárea de selva tropical puede contener más de 600 especies arbóreas. Haber reunido, si no todos, al menos una parte de la inmensa diversidad de árboles que crecen en Tabasco, hace de La Venta, además de un museo arqueológico extraordinario, un refugio de selva tropical en el corazón de una ciudad agobiada por un tráfico inclemente. Así nos habló Carlos Pellicer de la selva, de facto, trayéndola hacia nosotros con sus monos, sus lagartos y jaguares, con sus guacamayas coloreando la seriedad monolítica del basalto y también, por supuesto, a través de sus versos.
Lo anterior, se inscribe en sus Esquemas para una Oda Tropical, de la que nos habla como del testimonio de una frustración, ya que no corresponde al proyecto de inicio. Desconozco el proyecto al que se refiere, pero encuentro que en este poema se habla de la selva con una voluntad tridimensional y particularmente auditiva. No hay manera de soslayar la multiplicidad de eventos sonoros que pueblan el entramado de versos situados en medio de un enjambre donde todo es trajín, vida en proceso, deconstrucción que edifica. Lo escuchamos, pero también podemos sentirlo cuando nos dice,
Y olores que son
gusanos transparentes con sonido.
Considero que su desmenuzar el entorno con tal precisión tiene raíz en su concepción de la Poesía, donde el espacio prima. En su recuento incluye el paisaje intrincado y multidimensional que lo rodea, así como su experiencia interna. No nos habla de lo que cree que es o de lo que le han contado, nos describe su vivencia y su fusión. Con ello multiplica y enriquece el acontecer vegetal.
Su selva no es idílica, por el contrario, es casi inhóspita, un lugar donde no se puede estar a medias y se necesita la fortaleza del chicozapote o de la caoba para hacerle frente al testarudo crecer de las raíces. Coexiste en su magnificencia una voluntad que desmiente la claridad y oculta el horizonte. Así la enuncia:
Flores y pájaros
llevan en la garganta una penumbra
que acontece en el alma de las cosas
Cuando describe el paisaje circundante, también reconstituye el imaginario colectivo. Al ponerle palabras permitió el acceso a sus más intrincados aconteceres y misterios. La naturaleza se volvió más cercana y, a pesar de sus embates, menos temible; con él empezamos a descubrir la pertenencia y el arraigo.
En estos, Esquemas para una oda Tropical, también encuentro a un Pellicer que labra minucioso una estampa que habría de trastocarse en legado. Gracias a él, descubrimos la arquitectura vegetal de Tabasco y le encontramos sentido al vaivén de los ríos y a las corrientes subterráneas que permean desmesuradas su frágil suelo de arcilla y de aluvión. Subyugado se mimetizaba con su tierra natal y a ambos describe como,
Soy más agua que tierra
y más fuego que cielo.
Navega en mi sangre
lo más antiguo de México
El poeta, que en las latitudes extranjeras se le conoce como tabasqueño más que como mexicano, nos descubrió el paisaje en el que, inmersos, vivíamos ciegos. Su palabra restituyó la esencia más dramática y generosa de lo bello que, por accesible, había perdido su brío ante nuestros sentidos ensimismados. Y en ese restituirnos el paisaje, nos convertimos junto con él, en ejes centrales de nuestra historia.
Yo no sé cómo sería Tabasco sin Pellicer, sin duda menos interesante ante los ojos del mundo y mucho más aburrido para los que ahí nacimos. Su presencia no sólo nos regaló sus versos, sino un modelo de poeta que desmiente toda estrechez decimonónica. Lejos de buscar la inspiración en el aislamiento, participó con todos sus recursos en la construcción de una realidad más plena. Fue un ser humano decidido a hacer de su vida un acto de congruencia a favor de ensanchar el espíritu humano.
Ensayo que se leyó en el Palacio de Bellas Artes el 16 de Febrero, CDMX por la ocasión de las Jornadas Pellicerianas 2020.
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Kary Cerda. Poeta y fotógrafa mexicana. Estudio Sociología en la UNAM y Demografía en la Universidad de la Sorbona de Paris, así como Grabado y Fotografía en la misma ciudad. Tiene diez libros publicados de poesía: Por la Vida Una, Soirs de Vignes, Caracol Aventurero, Usumacintamente, De tu piel a mi universo, Los Nombres de la Tierra, La falda de Jade, Océano Mudo, Meridiano de Intemperies y Tierra Nueva. Ha ilustrado más de cuarenta libros con sus fotografías y participado en recitales de poesía en México, Canadá, Costa Rica, Cuba, El Salvador, Francia, Honduras, Nueva York, Washington, Puerto Rico y República Dominicana. Sus poemas han sido traducidos al Francés, Inglés, Italiano, Maya, Náhuatl, entre otros.