El genio es paciencia eterna.
Miguel Ángel
Algunos de mis amigos y familiares, más otros que por lo general afirman serlo, han reprobado ciertas costumbres que he asumido con los años. Los reproches se han disparado más de una vez, siempre sellados con un peculiar sabor cotidiano. Comparto uno de ellos: “He visto una tremenda cantidad de jabones caros en tu casa —me comentan—. Supongo que gastas mucho de tu presupuesto en esas cosas” (cito verbatim). No creo que los que así parlotean traen a colación la “historicidad” del jabón porque me han visto malgastarlo en la intimidad. Es algo que no les compete a ellos; como tampoco la manera en que invierto mi salario. Las razones profundas que les empujan a hacer comentarios tan pueriles, son producto de sus propias inquietudes y perspectivas ulteriores, y no me toca a mí cuestionar su curiosidad. Al contrario, se la celebro.
Cabe entonces explicar, que cuando amigos y conocidos me visitan, acostumbro darles la bienvenida; trato de hacerles sentir como en casa, particularmente cuando no me tocan a la puerta sin previo acuerdo con el anfitrión. Una vez allí, si sienten la necesidad de ir al baño, seguramente habrán notado que en uno de los gabinetes conservo un número poco usual de unidades de jabón, almacenadas en forma de barra o líquida. Y así nace la “invectiva”.
Admito que los jabones con frecuencia son verdaderos ejemplares dignos de lucirse en tocadores de millonarios, si juzgamos el artístico diseño de los empaques. Pero en realidad éstos no son más que objetos que usamos en nuestro aseo personal o regalamos a gente a quienes tenemos en alta estima, tanto en nuestra área como en la isla. Mi esposa los busca, encuentra y luego almacena, gracias a sus incursiones catárticas a centros comerciales, “outlets”, y tiendas de sobrantes en Hialeah u Orlando. Los consigue con hasta un 65% del costo en remate, debido a que tras una corta vida promocional, no logran venderse en las grandes boutiques de Nueva York o París.
A pesar de que por alguna intrigante “casualidad”, los agasajados cargan con la intrepidez de abrir las puertas de los gabinetes en mi baño, buscando no sé que ensueño o fantasía, aclaro que los comentarios, abordados en momentos de coloquio en la sala o el patio, en vez de molestarme, me hacen sonreír. Digamos que, desde el momento en que se exteriorizan, las pláticas pierden misteriosamente su naturaleza objetiva y, por fortuna, se convierten en material de cuarentena[i] en mi ínsula.[ii] Muy temprano en el proceso, éstas se despojan del germen de literalidad que las cobija, lo utilizan como trampolín que los lleva a planos de subjetividad, para desde allí escabullirse y acomodarse como entidades abstractas en mis textos. En fin, los individuos que hacen los comentarios de tal “magnitud” o los que gratuitamente se quejan de mis excentricidades, sin saberlo me regalan lo que podrían ser temas de inspiración para esa vieja afición que acaricio y guardo con celo de monje. Como puede observarse, la pequeña pincelada anecdótica me permite establecer un paralelismo alegórico en el que abordo la común actitud de ciertas personas con las que interacciono o colaboro en los medios sociales.
Pero sigamos. Sé que he expresado en otros textos, que no soy más que un auto-confesado novato en el mundo de las publicaciones, particularmente las de formato en papel. En otras palabras: leo y escribo cuanto y cuando puedo. Lo hago con denuedo y fruición, pero, francamente, no publico mucho.
Las críticas de parte de algunos de los “personajes” que conozco, unas veces abiertas y prosaicas, otras tan infantiles como malévolas, sugieren que tiendo a escribir y re-escribir mis borradores. Alegan que es una “tendencia que irrita” y me imaginan tardando y retardando demasiado la posibilidad o decisión de publicar. No por casualidad, algunos de esos postmodernos inquisidores, se han sumado a la actual moda de proliferación de “agrupaciones de publicación” de mono o bicéfala regencia. Si siguen el curso y ritmo que han tomado, me temo que el síndrome terminará forjando ese lado oscuro que amenaza convertirse en la norma, lo cual, en mi opinión, traería consecuencias irreversibles a la calidad en las tareas de ciertos escritores que aparentemente son víctimas de la precipitación. Esto lo infiero por las señales de deterioro que se manifiestan desde la primera línea de los textos y, en ciertas instancias, aún desde el título que la precede. Sólo los que me conocen bien, saben que mi concentración gira alrededor de la lectura, la investigación y la escritura. Saben que lo hago con vistas a encontrar lectores que se atrevan a navegar en el escuálido charco de mis creaciones e incorporarse a su tímido salto rumbo a la “literariedad”, como lo entendería el crítico ruso Roman Jacobson. De ahí que evite a toda costa no caer en las iletradas redes de operación de muchas de esas empresas que, para bien o para mal, he tenido la suerte de conocer. Sólo espero que los “empresarios” a que aludo en el mundo de las publicaciones, sean una minoría.
Escucho por igual quejas en boca de algunos de ellos, que se inquinan en la testarudez y hermetismo de mis textos, particularmente la prosa. “El estilo es forma y léxico” sugería José Martí. Es una vieja frase que repercute en este apasionado lector de sus analectas y parlamentos insertados en artículos, epístolas, reseñas y ensayos. Creo firmemente que, como sucede con la práctica de la buena higiene, esa gran proveedora de mejores estados de salud que hace imprescindible el uso cotidiano del jabón, la re-lectura, corrección y renovación del texto que se “crea y se cría”, contribuyen al enriquecimiento de nuestra lengua. Ella es una entidad importantísima, que siempre nutre los fundamentos culturales que son patrimonio [o matrimonio, si se quiere], en la formación del individuo y, ¿por qué no? de la nación. Es un proceso que, desde mi limitada perspectiva, es mucho más trascendente que el acto de “publicar” per se.
En cuanto a mi meditabunda costumbre de postergar la divulgación de mis tareas, diría que ésta es una medida de autoprotección, que practico con el mismo ahínco con que uso mis jabones en casa. Inspeccionar, re-visitar, sustituir y enmendar es una acción de “limpieza”, “cuidado” y “sanación” necesaria. Entonces, ¿por qué no emular lo que propone el Maestro? Martí, además de tener un robusto sentido ecuménico y patriótico, dio muestras de profesar un profundo amor por la lengua que heredamos de la Madre Patria; un amor a veces inmensamente mayor que el de los mismos españoles. Por supuesto, la idea de sugerir que vertamos en la praxis sus proposiciones es sólo una idea, una opción muy personal que no exige seguidores. Les garantizo a todos los que me leen, el derecho a debatirla; con la salvedad de que sólo la defiendo públicamente, cuando las reacciones adversas llegan a mi conocimiento dentro de las normas civilizadas que padres y maestros me acostumbraron a seguir. Esto lo digo, porque en más de una ocasión, hay quienes se han disgustado, vehiculando su enojo en discursos moldeados en infantiles exabruptos sazonados con un profundo sabor regionalista [o rural], que odia a muerte o desconoce el recurso del protocolo. El “método” que esa fracción de la sociedad utiliza para vocalizar sus frustraciones, revela ante mis ojos, instintos que nacen, no ya porque el que escribe extiende demasiado los períodos de silencio, sino por no darles a ellos las riendas de sus pausados y exiguos proyectos de publicación. De hecho, prácticamente me acusan, como si se tratara de un acto de infidelidad o traición nacionalista, de desplazar mis aventuras literarias hacia casas editoriales que operan en otras esferas geográficas, a pesar de estar yo consciente de que entidades como las que he utilizado para estos fines, sobran en nuestro entorno. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Cualquiera de nosotros puede cometer errores. Enmendarlos es cuestión de libre albedrío y coraje.
Concluyo evocando la figura de Ludwig Wittgenstein, que, entre otras cosas, abunda en los fundamentos de la lengua. Les regalo una de las frases que más recuerdo de este filósofo austro-británico: “si la gente nunca hiciera algo estúpido, jamás se haría nada inteligente”. Es un adagio ontológico que no tengo intención de debatir. No sé ustedes. Y en cuanto a las críticas dañinas, esas paladas de tierra ganadera que arrojan los depredadores de pacotilla, les dejo además una vieja máxima que conocen muy bien los granjeros: “el estiércol es a veces el fertilizante por excelencia”. De ella deduzco entonces, sin esfuerzo alguno, que el obstáculo[iii] en ocasiones puede ser el mejor de los estímulos.
Gracias mil por la compañía. Les deseo tranquilidad, y AMOR con letra mayúscula en febrero, que irónicamente, es el más corto de los meses. Buen provecho en sus andanzas de lector.
_______________________________________________________________________________________
[i] Cuarentena. (Del latín quadraginta, 1206. U.t.c. adj.) f. Lapso animoadrenaclínico de aproximadamente cuarenta horas, en el cual, sin proponérselo, el escritor se sume en un estado cuasi-catatónico que se extiende hasta entradas horas de la noche y culmina, a veces, ya en uno o dos poemas, ya en una especie de seminarración o crónica producida en primera persona de singular, de estilo avalánchico, asfixiante, insomne y a lo Silva, de tono por lo regular casi serio, y que por su estructura y composición, no alcanza la categoría de cuento, asume el nombre del agitado período de concepción e incubación y por lo general no pasa de ser un tema más de discusión en oscuras tertulias. La cita viene de la segunda edición de Cuarentenas, julio de 2015.
[ii] Ínsula o corteza insular. Zona ubicada profundamente en la superficie lateral del cerebro, dentro del surco lateral (cisura de Silvio). Se está convirtiendo en el foco de atención por su función en la experiencia subjetiva emocional y su representación en el cuerpo. El neurocientífico Américo-portugués Antonio Damasio ha propuesto que esta región empareja estados viscerales asociados con la experiencia emocional, dando cabida a los sentimientos de consciencia. Véase su libro El extraño orden de las cosas: La vida, los sentimientos y la creación de las culturas. Referencia tomada de la red.
[iii] Obstáculo: una morbosa estirpe de la familia Estorbo, entroncada con el linaje de los Tropiezo y la dinastía de los Traba, con raíces muy profundas en el área que nos rodea.
© All rights reserved Héctor Manuel Gutiérrez,
Héctor Manuel Gutiérrez, Miami, ha realizado trabajos de investigación periodística y contribuido con poemas, ensayos, cuentos y prosa poética para Latin Beat Magazine, Latino Stuff Review, Nagari, Poetas y Escritores Miami, Signum Nous, Suburbano, Ekatombe, Eka Magazine y Nomenclatura, de la Universidad de Kentucky. Ha sido reportero independiente para los servicios de “Enfoque Nacional”, “Panorama Hispano” y “Latin American News Service” en la cadena difusora Radio Pública Nacional [NPR]. Cursó estudios de lenguas romances y música en City University of New York [CUNY]. Obtuvo su maestría en español y doctorado en filosofía y letras de la Universidad Internacional de la Florida [FIU]. Es miembro de National Collegiate Hispanic Honor Society [Sigma Delta Pi], Modern Language Association [MLA], y Florida Foreign Language Association [FFLA]. Creador de un sub-género literario que llama cuarentenas, es autor de los libros CUARENTENAS, Authorhouse, marzo de 2011, CUARENTENAS: SEGUNDA EDICIÓN, agosto de 2015, y CUANDO EL VIENTO ES AMIGO, iUniverse, abril del 2019. Les da los toques finales a dos próximos libros, AUTORÍA: ENSAYOS AL REVERSO, antología de ensayos con temas diversos, y LA UTOPÍA INTERIOR, estudio analítico de la ensayística de Ernesto Sábato.