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enero 2020

LOS REYES DE LA ANCHOA. Dolors Fernández Guerrero

Adoradores y adoratrices de la Anchoa se reunían alrededor de aquel dolmen, arrebatado, según ellos, al mar. Lo cierto es que esta explicación mítica sobre su origen era una pura invención, pero ya les iba bien. Como un nuevo Stonehenge, el dolmen tenía el poder de convocar a un reducido grupo de creyentes, ahítos de devoción y de sal. Y es que la costumbre era que tras una pantagruélica anchoada, con la boca más seca que el esparto, los comensales abandonaran su sitio en la mesa, interrumpieran por espacio de unos pocos minutos el banquete y acudieran en comandita a recibir la bendición del Rey de la Anchoa. Detentaba este cargo una anchoa pequeña y oscura, casi disecada, colocada con esmero sobre una bandeja plateada. Esta, a su vez, reposaba encima de aquel túmulo, para convertirse así en inverosímil objeto de culto.

La devoción de la anchoa se materializaba en unas reuniones mensuales, cuyo objetivo era siempre el mismo: atiborrarse de anchoas. La anchofagia, en aquel grupúsculo de apenas cinco miembros, era un sinónimo de democracia e igualdad. Sus seguidores, de lo más variopinto, se hacían llamar “Reyes de la Anchoa” o “Reyes” a secas, nombre que les encantaba, puesto que alimentaba su ego. Del estómago ya se encargaban ellos con suma eficacia.

El señor notario, la pensionista, la hija de la dueña de la mercería -que estudiaba 4º de Semíticas y era más fea que un pecado−, el gerente del bingo y la asistenta del notario –casi analfabeta, pero anchófaga gracias al poderoso influjo de su jefe-; todos se hermanaban, por obra y gracia de aquel dolmen anchoístico.

El rigor del culto exigía que la Anchoa (la mayúscula no es accidental) estuviera siempre convenientemente aceitada y en su punto exacto de sal. Tan delicado equilibrio era delegado en la persona de mayor confianza, véase la pensionista. Por edad y sabiduría doméstica la buena mujer era la encargada, cómo no. Todos la envidiaban en el buen sentido de la palabra, puesto que la fraternidad y la lealtad más pura reinaban en los Reyes de la Anchoa. Y es que no hay nada como lubricar bien las relaciones, a modo y semejanza de su reliquia sagrada, siempre perfectamente empapada en aceite de oliva virgen extra. Nadie osaría arrebatar a la anciana tal preeminencia, aunque en su fuero interno todos albergaran ese oscuro deseo. Al fin y al cabo, la mujer tenía sus años, y ya se sabe que nada ni nadie dura eternamente, ni siquiera los Reyes de la Anchoa… ¿Por qué precipitarse entonces?

No obstante, no era la pensionista la adoratriz más antigua, sino que, contra todo pronóstico, tal honor recaía en la joven estudiante. En fin, ya no tan joven, pues llevaba diez años cursando Filología Semítica, tras incursiones previas en Ciencias Oceanográficas y Comunicación Audiovisual. Actualmente estaba encallada en el cuarto curso de las Semíticas. El hebreo parecía habérsele atragantado y no era seguro que al final fuera capaz de engullirlo.

Fue ella la que un buen día, mientras realizaba un curso de buceo, organizado por la Escuela de Submarinismo local, tuvo una revelación. Vio a una anchoa gigantesca nadando entre unas rocas, extrañamente parecidas a un dolmen megalítico cien por cien. La anchoa era majestuosa a más no poder, y en sus redondos y abultados ojos la joven vio un resplandor desconocido. ¡Incluso llegó a guiñarle uno de aquellos impresionantes ojos! ¡Y varias veces! ¡A ella, que solo le habían guiñado los dos ojos a la vez para no verla! El gesto, inequívoco, tenía que ser una prueba de complicidad. ¿Cómo obviarlo? Inevitablemente, la aspirante a filóloga se sintió llamada por el poderoso influjo de la Anchoa y pasó a convertirse en su fiel seguidora. Se sentía tan feliz nadando bajo la luz de la luna… Y si era bajo los rayos del sol, también.

Pronto se corrió la voz, de manera que muchos fueron los que se atrevieron a bucear en aquellas aguas, deseosos por avistar semejante fenómeno, guiñador y pisciforme. Pero nadie más que la joven era capaz de verla. Los demás, ciegos funcionales respecto a la anchoa, acabaron por decepcionarse. Al poco tiempo abandonaron las incursiones submarinas, los cuchicheos en la cola del pan, y lo de la anchoa pasó de chisme a cuento chino. A partir de ahí su declive fue imparable.

Aun así, era tal la pasión que la filóloga en ciernes imprimía a su historia, que acabó por ganarse el corazón de la pensionista a la que acompañaba con frecuencia. En parte, porque a la buena mujer, viuda del dueño de un súper, le gustaban bastante las anchoas. En una acción de voluntariado promovida por su universidad, la acompañaba algunas tardes, le leía el periódico, así como libros obsoletos de tiempos del Régimen, y paseaban juntas por los parques de la ciudad. Su Facultad estaba ligada en muchos aspectos con la Universidad Pontificia y esta, a su vez, con las parroquias. Cáritas y otras entidades solidarias sin ánimo de lucro intervenían en algunas cuestiones sociales de su ciudad, y la joven contribuía en la medida de lo posible, y según las ganas.

La anciana, un buen día, sintiéndose demasiado cerca de Dios, decidió ir al notario para hacer testamento. Era una decisión que ya había demorado demasiado. Y como a veces pasa que un tema lleva a otro, empezó a hablarle al circunspecto fedatario de la maravillosa Anchoa. Estaba claro que la mujer ya se había convertido. El notario quedó tan impresionado con el relato que se lo contó a su asistenta, con la que tenía gran confianza. Era un apasionado de las anchoas en todas sus versiones culinarias, y ahora también en su vertiente esotérica. Su empleada del hogar, devota del señor notario, no dudó ni un instante de su veracidad, y un sábado en que este la invitó al bingo –tras un satisfactorio revolcón sobre el sofá Chéster del salón- volvió a salir a relucir el tema.

No pudiéndoselo quitar de la cabeza ni uno ni otra, entre cartones y bolas, la asistenta le fue desgranando la historia de la anchoa al gerente del establecimiento, que siempre les mostraba una deferencia de lo más servil. Narradora hábil y autodidacta, la asistenta fue capaz de pintarle al del bingo un fresco acuático de lo más sugerente. El gerente quedó anonadado con las explicaciones de la mujer, corroboradas por los asentimientos de cabeza de todo un señor notario. Por fuerza aquello debía ser verdad, y él un privilegiado con acceso aún no sabía a qué, pero sin duda a algo de lo más aprovechable. Hombre básicamente pragmático, no tenía ni idea de qué beneficio podría derivarse de aquello, pero intuía que fuera lo que fuese no podía perdérselo. Debía estar cerca y muy atento. El círculo se había cerrado. Cinco eran cinco los Reyes de la Anchoa. Solo era cuestión de días que el grupo acabara por reconocerse con ese nombre.

La gestación oficial de los Reyes de la Anchoa y su inscripción en la memoria colectiva del grupo, tuvo lugar en una reunión ultrasecreta en casa del notario. Por su posición socioeconómica este era, con diferencia, el que podía albergar con mayor comodidad el encuentro. Reunidos alrededor de la güija, tomaron la determinación de realizar ceremonias mensuales, privadas y secretas, para honrar al Rey de la Anchoa. Un dolmen fabricado con papel maché haría las veces de altar y una bandeja bañada en plata rodiada contendría el divino pescado. A pesar de su naturaleza inmortal, tras el rito, el animal sería devuelto al frigorífico para evitar cualquier daño o degradación. Cuando se intuyeran los primeros síntomas de descomposición, este sería sustituido por otro nuevo ejemplar de anchoa. La acción no desmerecía en absoluto el ritual, puesto que el espíritu del Rey de la Anchoa tenía la potestad de ocupar cualquier cuerpo, siempre que se tratara de la familia de los engraulidae. La transmigración de las almas, una novedosa aportación a la espiritualidad occidental, se incorporaba así, sin complejos, a la fe anchoística.

Satisfechos y ufanos, aquella primera cita sentó las bases de lo que habría de ser luego el Rito Original del Rey de la Anchoa, que, con posterioridad, iría experimentado diferentes adendas. A los miembros del recién creado grupo les resultaba excitante el aire furtivo que su profesión de fe estaba tomando. Además, la clandestinidad, junto a su hermetismo, les hacía sentirse pioneros en un rito mágico, apto solo para iniciados. En definitiva, ser Reyes de la Anchoa les aportaba la dosis de emoción extra que ansiaban. La Anchoa, por decisión explícita de la güiija, los había elegido a ellos. Eran, por así decirlo, un elenco de seres únicos, privilegiados y muy superiores a la media. Para qué más. Pertenecer a una élite espiritual era el sueño de sus vidas. Su llamada requería ahora de una respuesta y, por supuesto, no se iban a hacer de rogar.

Los Reyes de la Anchoa ya tenían todo lo necesario para empezar a funcionar con regularidad. El notario era el líder del grupo; la estudiante de Semíticas, la iluminada o chamán, encargada, además, de la creación de una web que los representara ad hoc; la pensionista, la curadora de la Anchoa, responsable de su buen estado de conservación; la asistenta seguía siendo la asistenta; y el gerente del bingo sería el portavoz de los Reyes e interlocutor con los medios cuando llegara la ocasión.

Mientras tanto, se limitaban a organizar unas anchoadas en toda regla, en las que no faltaba el vermú, el vino y los licores, los cigarrillos de marihuana y la música, la de sus tocayos los “reyes de la salsa”. Esperaban que con este homenaje rendido a la anchoa, con esta celebración que no escatimaba los placeres de la vida, el dolmen coronado no tardara en regalarles un milagro.

Y así fue. Por fin, tras meses y meses de encuentros, cada vez menos espaciados en el tiempo, porque la ansiedad ya empezaba a hacer mella en sus corazones, fue cuando pasó. Andaba el que más y el que menos con serios problemas gastrointestinales, sin hablar del señor notario y la pensionista, a los que se les disparó la tensión. Incluso al gerente del bingo ya se le estaba empezando a poner un cierto color de anchoa… Pero entonces todo, afortunadamente, cambió. Sucedió en el momento oportuno, como no podía ser de otro modo. Algo inusitado, un hecho inexplicable sobrecogió a los Reyes de la Anchoa. Tan ilógico según las leyes de nuestro mundo, que debía ser necesariamente milagroso.

Estaban en uno de sus banquetes con sobreabundancia de anchoas, como era lo preceptivo, en el momento en que el condumio se interrumpía para realizar la aproximación al dolmen. Los cinco, postrados de rodillas ante el Rey de la Anchoa, le rezaban una oración-sortilegio con cantinela incluida. La preclara mente del notario era la creadora del top hit parade del grupo que, inexcusablemente, ya formaba parte del Rito Original. La concentración, máxima, solo se veía interrumpida por algún eructo irrefrenable o hipidos poco oportunos. Por lo demás, el ambiente era de una solemnidad sin tacha. Y entonces, en medio del recogimiento más respetuoso, el Rey de la Anchoa movió la cabeza de izquierda a derecha. Sí, de izquierda a derecha, en señal de aprobación. Todos tuvieron ocasión de verlo. La reacción fue de incredulidad y estupefacción, seguida por un eructo de procedencia no identificada. A continuación, tras una pausa, el Rey de la Anchoa les guiñó un ojo a cada uno de ellos, tal y como les había explicado cien veces la estudiante de Semíticas. Luego abrió y cerró la boca, como queriendo hablar, pero no lo hizo. Prefirió callar y eso fue todo.

El Rey de la Anchoa no había escrito las Tablas de la Ley como Moisés, de acuerdo, pero tampoco era el barbado profeta. Su naturaleza, mucho más modesta, constituía, en sí misma, una lección de humildad y panteísmo ecológico. Estos principios, entre otros, le aportaban un toque de modernidad irresistible a la fe anchoística.

Todos pudieron verlo, desde la pensionista, pasando por el gerente del bingo, hasta el notario y su asistenta, que en ese momento le apretaba la mano a su jefe con disimulo, queriendo esconder lo que para todos los vecinos, amigos y conocidos era un secreto a voces. La estudiante de Semíticas se asombró menos. Estaba curada de espantos. Para ella no era la primera vez…

Como chamán y administradora de la web de los Reyes de la Anchoa, en la estudiante recayó la misión de redactar unos textos sagrados, que cimentaran los fundamentos de la fe. Todos admiraban las dotes creativas de la joven y su capacidad de fabulación, por lo que, rápidamente, la lectura de estos textos se incorporó al ceremonial anchoístico, volviéndose imprescindible. Su simbolismo y significado encriptado encarnaba la esencia de sus creencias, al modo de una Torá de la Anchoa. Eran escritos cargados de luz y verdad.

Al cabo de un par de años, la estudiante de Filología Semítica había acabado por fin el grado de Naturopatía y Otras Hierbas. Ya estaba en condiciones de recopilar los textos escritos a lo largo de ese tiempo, con el objeto de editar un corpus compacto y coherente de los Reyes de la Anchoa. Era una necesidad, ahora que el grupo contaba cada vez con más adeptos. La joven, tras años de errabundia universitaria, había evolucionado hacia la fe más comprometida. El descubrimiento de su auténtica vocación la hacía brillar con luz propia.

La pensionista, alejada ya de sus visiones premonitorias sobre Dios, llegó a encontrarse en esta etapa de su vida mejor que nunca y cambió su talante fatalista por una visión onírico-feliz sobre la existencia. Quizás porque se aficionó a los cigarrillos de marihuana. Cuando hacía bueno, por las noches, le gustaba fumárselos en el balcón. Se sentaba en una mecedora, colocada allí ex profeso, y dejaba pasar las horas. Así podía contemplar el mar, situado en tercera línea de playa. A la pensionista eso no le importaba, aunque no lo viera, ¿quién puede poner límites a la imaginación? Hasta era capaz de percibir su maravilloso olor a sal.

La asistenta, por su lado, cambió los arrumacos un tanto bruscos del notario por la voz meliflua y cantarina del encargado del bingo. Hasta dejó de presentarse con el dudoso título de asistenta y se hizo llamar Magdalena, como cierto personaje bíblico. El notario hubo de buscar nueva empleada para las tareas del hogar, pero nada volvería a ser igual ni en su casa ni en la notaría.

En contrapartida, el bingo relucía como una patena, y es que el tesón y esmero de Magdalena daban sus frutos. El número de jugadores experimentó un incremento considerable los fines de semana, y es que el ambiente había mejorado exponencialmente. La felicidad es algo que en condiciones óptimas se contagia, y eso al encargado le fue a las mil maravillas, ya que buena parte de sus estipendios estaban directamente relacionados con la comisión que cobraba sobre los beneficios.

Adoradores y adoratrices de la Anchoa han crecido y son ya legión. Lejos ha quedado el grupúsculo de cinco miembros llenos de candor y fe. Miles de sus fieles se han extendido por todo el mundo. Lo que tenéis ahora entre las manos es un texto apócrifo sobre su fundación. Bajo ningún concepto la fuente será revelada. Ni las sectas ni Roma pagan traidores. Mucho menos si han sido sus chamanes e iluminados.

 

© All rights reserved Dolors Fernández Guerrero

Dolors Fernández Guerrero (Barcelona, 1968) se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona en 1992.

Es autora del poemario Mi corazón mordido por tus labios (2017) y de la novela inédita El club del tigre blanco. También ha participado en numerosas antologías sobre poesía y relato breve, y administra el blog Despeñaverbos.

Autora bilingüe (castellano y catalán), ha obtenido diversos premios literarios en las modalidades de relato y poesía.

Asimismo, ha colaborado con poemas, relatos breves, microrrelatos, entrevistas y crítica literaria en diversas publicaciones, como en las revistas Clarín, El Ciervo, La Charca Literaria, Azharanía, Tànit, Nagari y Almiar, así como en el diario El Punt Avui.

Es Presidenta del colectivo literario El Laberinto de Ariadna, con sede en Barcelona (España), y miembro de la Junta de la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña (ACEC).

twitter: @sibilinda

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