Distancia de rescate (2014) de Samanta Schweblin trata sobre la historia de Amanda quien con su hija Nina está pasando unas vacaciones en un paraje de Argentina. Allí conoce a Carla y ella le cuenta la desgracia de su pequeño David, ya muerto debido a una terrible intoxicación. En este ensayo exploro la intervención de la monstruosidad, pues en ella podemos vislumbrar por medio de los personajes cómo se introduce la incertidumbre, la perplejidad y el cuestionamiento de la razón.
Son Amanda y David los personajes que van contando lo que sucede a través de una conversación (diálogo o monólogo, no queda bien claro) que invita a preguntarse qué personaje es quien realmente ‘habla’ o narra. Se trata de una narración polifónica, y por momentos, provoca un efecto en el que el lector cuestiona la psiquis de los interlocutores, y la suya propia, sus pensamientos, cosmovisiones. El juego con el tiempo en este sentido resulta relevante, y es evidencia desde el inicio de una narración que guarda un secreto. Los sucesos se construyen desde un presente, pero en evocación a lo ocurrido en el pasado, un pasado del que no se puede definir dónde realmente comenzó el punto exacto que desembocó el conflicto. Es aquí donde la ambigüedad comienza a tener lugar desde el principio. Schweblin toma su licencia autoral y plantea así un mundo de representaciones, que como confirma Freud en su ensayo “The uncanny”, lo hace coincidir con las realidades en las que los lectores están familiarizados o aleja a estos de aquellas según le plazca (249).
El hecho de que un infante rompa el canon de la ingenuidad y estimule el terror, induce un rechazo a aceptar la posibilidad de que lo macabro pueda surgir en él, y esto al mismo tiempo llena al lector de ideas obscuras. Los niños en estos casos resultan en sí fuentes de espanto, pues desequilibran la estructura conocida de sus patrones de comportamiento. De manera habitual, los pequeños son seres a quienes se les debe atención, cuidado y protección, pero si por algún motivo se fractura el esquema establecido y asumido por seguro que ofrece un espacio familiar, se puede advertir la deformación.
González coincide en apuntar que son criaturas varadas en un punto del mundo social en que si se les olvida consiguen autogestionarse sus competitividades. De ahí que puedan esperarse de ellos conductas bastante salvajes. Señala que el niño es una “entidad pre-civilizada” (3), y pueden encontrarse incluso entre lo humano y lo animal. Al no dotársele de categorías sociales y políticas, se transforma en un ser misterioso, en el que su matiz impredecible se torna terrible, insondable y por tanto extraño. Por lo cual, según González, “admitir por un instante que en ellos puedan residir fuerzas oscuras, y ver con qué facilidad la inocencia se disuelve para dar lugar a la amenaza” (2), significa adentrarnos en aguas donde nadar se vuelve denso, viscoso, despreciable y hasta rechazable, por una proyección que realiza la mente al afectarse por lo grotesco de la imagen y a la vez huye de ella como mecanismo de no aceptación de que tal posibilidad exista.
Schweblin va introduciendo a un infante que una vez nato no logra desprenderse de su condición de irrealidad y llega a este mundo a experimentar una “mala muerte” de la cual no sale, sino transita por ella. La presencia de la superstición conduce al desconcierto y reemergencia del terror, pues es también un proceso de subjetivación y sugestión. Es importante destacar en este punto que la imagen del monstruo rompe procesos de jerarquización del conocimiento y “centralización del pensamiento científico que se corresponde con la transformación de la economía de occidente y con desarticulación del poder dinástico” (Moraña 71). La simbología del monstruo se halla en la línea de lo legendario, su asimetría es antónima de la benignidad y no produce placer estético porque su irracionalidad es arrebatadora, contranatural. Por ello, su representación simbólica en el texto en cuestión desemboca nuestros propios impulsos, tensa las situaciones y ellas atan a una madeja de preocupaciones.
En el libro se evidencia además un empleo del estudio psicológico porque el niño en medio de su inocencia juega con la mente de Amanda, la manipula y se convierte en una amenaza latente a la cual no sabe cómo responder. El psicoanálisis se vincula además a mecanismos represivos donde se manifiestan la censura o la enajenación. Aparecen constantemente teorías imaginadas por los lectores, basadas en lo incierto. La vacilación de los sucesos viene también dada por la duplicación de los personajes (Amanda-David-Nina), relacionada con el “uncanny o unheimlich”.
El tema de la monstruosidad se percibe en dos planos, uno figurativo, en cómo se construye la imagen corpórea, la apariencia. El otro plano, se vincula a las manifestaciones, comportamientos y mentalidades macabras. Sin embargo, al referirnos a esos seres raros, sospechosos de Distancia de rescate lo hacemos desde la perspectiva no de la imagen, sino la mentalidad. La figuración del monstruo es incluso más compleja, pues parte de la ausencia física y juega con la idea (estereotipada) que se tiene de una aberración humana. En algunos niños a lo largo de la novela se manifiesta la corporeidad monstruosa como cuando Nina y Amanda se asustan al encontrar en una tienda a una de las pequeñas deformes del pueblo.
La espectralidad resulta delirante ya que no encuentra una visualidad en la cual manifestarse. El lector reconstruye el cuerpo a partir de la ausencia, pero desde el imaginario popular conocido, lo que quiere decir también que cada individuo posee su propia figuración. Por tanto, tiene una fuerte carga simbólica y para el autor John Kraniuskas el simbolismo es sobrecodificado, pues el alma individual y colectiva entra en un limbo imposible de delimitar vida de muerte. Asimismo, posee connotaciones ideológicas y se relaciona con las subjetividades individuales y colectivas.
Los infantes en el libro son una proyección de los temores de los adultos. En conclusión, son los mayores quienes a través de las vivencias experimentan sus anhelos, pesadillas y creencias. Es la vida práctica la que nos define y dicta lo cierto, a partir de ahí se traza el destino individual en el que construimos nuestras propias condenas. Si uno logra desbloquear las miradas sobre lo grotesco, podría advertir una historia sobre unas vacaciones idílicas, unos personajes relajados que llegan a un apacible paraje campestre. Sin embargo, la historia nos acerca a un juego con lo sobredimensionado, a cómo lo pequeño de un sitio o la figura de un niño pueden convertirse en serios desencadenantes de conflictos, cuestionamientos a la sociedad, a sistemas políticos y al ser humano en sí mismo. Por momentos Samanta Schweblin le consiente al lector tirar del hilo de la trama y adentrarse a ver cómo esta se desenvuelve, pero al mismo tiempo la escritora tensa la historia y nos permite alejarnos para reconfigurar o repensar qué se esconde al final detrás de toda la madeja ominosa.
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Diona Espinosa, periodista. Trabaja como Teaching Assistant en la Universidad de Albany, SUNY, New York y estudia MA/Ph.D en estudios culturales y literatura. Es autora del libro La zozobra en el ojo del huracán. Entrevistas sobre documental cubano realizado en el periodo especial. Original de Cuba, actualmente reside entre New York y Miami. despinosa@albany.edu