No se llamaba Ernesto y tampoco había llegado en El Mariel. Yo lo había sabido desde siempre porque parte de mi familia llegó en el éxodo de los ochenta. Las historias que contaba el viejo eran sacadas de periódicos, no de su experiencia. Nunca dije nada. Lo lamento ahora que al mexicano lo han llevado al hospital.
Se los dije a los policías que llegaron tras la llamada de Pedro. Él fue quien encontró al muchacho desangrándose en su departamento. Me recordaba a mi hijo menor: moreno, delgado, ligado inevitablemente a la derrota. Podía ver el mismo murmullo de inoperancia en sus ojos. Seres destinados a no encontrarse nunca, a sobrevivir sin mayores dichas que la necesidad de llegar al final del día.
Por eso se el temor al salir del edificio por el día. Se había inventado una guerra con los hondureños que vivían al otro lado de la cerca del patio trasero. La ficción le permitía mantener su alma quieta. La mariguana era el sucedáneo de su desgracia. Cuánto le costaba mantener los párpados cerrados. Apenas dormía unas horas por la mañana, luego de regresar del North West y antes de que llegara la niña a la que empezó a singarse cuando ella decidió empezar su propio negocio. Pero no dije nada. Yo nunca decía nada. Más allá de lo del cubano, evité brindar más información a los policías sobre el mexicano. Los escuché comentar que el Ernesto ese había sido torturador. Comunista, le llamaron, como si ser comunista fuera un insulto o una huella ligada al desprecio.
Eran policías que, a pesar de ser latinos, se negaban a hablar en español en la vida diaria. Cubanos llegados de niños a Miami o hijos de cubanos. Para ellos también éramos la suciedad acumulada por la vejez. Vi la humillación con que se movían para no ser parte de este círculo de pobreza que sí conversaba en español. Con el gringo, dueño del edificio, se burlaban de los gestos y las voces que los vecinos mostraban al enterarse del intento de homicidio. Una desgracia, repetían en un castellano pastoso, lleno de imperfecciones, como nos lo habían escuchado decir a los residentes.
Con el mismo ultraje nos pidieron que saliéramos al patio trasero, bajo el árbol donde empezaban a verse algunas mariposas, hasta que terminaran de tomar fotografías y pruebas de la sangre que había en el departamento del mexicano. Abrieron además el cuarto del cubano para descubrir las botellas de ron, los restos de tabaco, aún tibios luego de la noche del ataque. Nadie supo cuándo salió del edificio. Sin embargo, el rastro llegaba hasta el Parque de Dominó. Ahí lo habían visto por la mañana. Tomó una guagua rumbo a Brickel. En la estación se subió al Metro Rail hasta el aeropuerto. Lo policías creían que había huido en un autobús a los Everglades. Importaba poco. La víctima era ilegal. Era probable que no sobreviviera.
Todo el vaivén duró apenas unas horas. Menos aún que cuando falleció la mujer hondureña. Pedro se dedicó a vaciar, en el contenedor frente a la propiedad, la cama, el sillón y las cajas, llenas de papeles y fotografías, que el mexicano tenía en su departamento. Un camión de basura privado llegó a medio día por la basura que empezaba desbordarse del contenedor.
El conserje también lavó y pintó el departamento. Reparó las baldosas de madera en el piso. Eligieron el color gris para que no hubiera huella de muerte por las paredes. Al día siguiente, sábado, llegó una pareja de jóvenes latinos a ver el lugar. Pretendían rentarlo. Acababan de llegar al país. No tenían Plan Ocho, como tampoco crédito. No eran ilegales. Suficiente para el dueño que les explicó que podían pagarle en efectivo. La manera más lucrativa de obtener recursos sin declarar impuestos. Se mudaron el lunes siguiente.
La primeras de las noches, los escuché hacer el amor en el mismo lugar donde el mexicano había sufrido la embestida de la muerte. Nada había cambiado en el edificio, ni en el barrio. La existencia venida a desolación continuaría. En medio, las horas que caían como navajas entre quienes nos atrevíamos a mirar al cielo.
© All rights reserved Xalbador Garcia
XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal para la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra