Ante la precariedad de los días, Angie intenta volver a una película de bajo presupuesto. Los productores le prometieron lo suficiente para comprar la ración de mariguana de dos meses. El día de la filmación salió a las ocho de la mañana del edificio rumbo al Tower Theater, donde se ubica el paradero de los autobuses. Tenía que cruzar el recién inaugurado Bulevar Azúcar, apenas una calle estrecha cuyos murales en los edificios anuncian la llegada a la zona turística de La Pequeña Habana.
El barrio despertaba temprano. Apenas asomaba la llameante luz de un sol amenazador, los locales se abrían al mundo. En menos de una hora empezarían a llegar los visitantes traídos casi siempre en autobuses de doble piso con guía cubano incluido. Habría que estar listos para mostrarles ese trozo de Cuba injertado en Miami.
Trabajadores y dueños de los negocios maquillaban el espacio compartido. Era la perfecta representación de la ciudad, pensó Angie: una encantadora bestia, devoradora de almas y sueños, con rostro de súper modelo. Así mismo se sintió ella con toda la pudrición de su vida oculta tras la minifalda azul, imitación piel, que combinaba con una blusa blanca, entallada, y zapatillas rojas que le levantaban las caderas y le exigían caminar rígida. Coronaban el atuendo los labios carmesís, las pestañas postizas y la peluca blondi que había elegido para disimular la calvicie provocada por la mala alimentación. Ella misma era todo artificio, como Miami.
Mientras esperaba el autobús, Angie se centró en el movimiento de las calles de La Pequeña Habana. Lo sabía tan propio que le pareció una coreografía gastada. Ahí había pasado los últimos cuatro años de su vida, cuando tuvo que mudarse a Florida siguiendo la ruta de las productoras pornográficas que habían cambiado el Atlántico por el Pacífico. Sin embargo, el tedio ya le empezaba a cobrar las noches. Sin mariguana apenas dormía. No podía pedirme más de la que gratuitamente yo le brindaba. Se trababa de una cuestión de principios. Ella era rubia y yo un frijolero. Ella era americana, nacida en Coweta, Oklahoma, y yo un ilegal. Ella se sabía poderosa al pertenecer al cobijo de las barras y las estrellas, y yo era un mexicano venido de tierras inhóspitas, donde los cárteles y la corrupción reinaban, y en donde, como le habían enseñado en la escuela, había indios salvajes que se comían el corazón de sus enemigos desde hacía siglos.
Desde mi ventana, durante las noches, la miraba salir al patio trasero en busca del sueño. Ahí, bajo el árbol de bruceras, parecía comprender la gravedad del naufragio. Le escocían las palmas de las manos frente a la derrota. Estaba impedida para conciliarse con el tiempo invertido en la nada. La hija y la madre lejos, cambiadas por la ilusión de convertirse en una estrella de la industria porno. Con los años le llegó el retiro. Su cuerpo empezó a negarse a seguir sometido a las cada vez más exóticas practicas del coito. Si a los veinte años padeció los primeros arañazos de la sífilis y la gonorrea, a los treinta los problemas le habían surgido por la incapacidad de su esfínter para aguantar los embates de la batalla.
En esas madrugadas de duermevela Angie buscaba refugio al otro lado de la malla. Los hondureños le proporcionaban un poco de cerveza con el que podía aminorar la ansiedad. No le pedían nada a cambio. Escuchaban, como yo, las historias sobre su labor en Los Ángeles y de cómo algunas de sus escenas podían aún verse en sitios de internet. Ellos mismos fueron quienes le consiguieron el nexo para reintegrarse al mundo del porno de Miami, la nueva capital de la lujuria neoliberal, donde todo se paga. Cuando se lo dijeron, supo que podía ser de sus últimas oportunidades. Por eso el día anterior no comió más que dieta blanda. Antes de dormir quitó la manguera de agua del tanque de la taza del baño, la roció de lubricante, se la metió en el ano y con su presión se hizo un enema casero. Volvió a repetir el proceso antes de salir a la calle por la mañana.
Cuando atisbó acercarse el autobús supo que estaba lista. Se sentía bella y miserable. Serían sólo quinientos dólares por la escena. Le explicaron que la vejez sin gracia no es negocio. Quinientos dólares que le significaban la mariguana necesaria para llevar a cabo el suicidio diario, el mecanismo preciso para sobrevivir dos meses más en una ciudad que con su humedad, esa mañana, le había devorado también el rímel de los ojos.
© All rights reserved Xalbador Garcia
XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal para la CulturPoesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra