“Concluyo que no tengo/ vida interior, porque estoy muy aburrido”
–John Berryman
“Papi: he tenido que matarte./Te moriste antes de que me diera tiempo”
–Sylvia Plath
I.
Estar aburrido es carecer de vida interior, le recito a Roxy al acercarme a ella en este coche-comedor solitario al pie de la autopista y donde acordamos encontrarnos. Jum. Creo que carezco de vida interior, me contesta. Su cara pálida resplandece como neón albino. Sobre su frente, una cicatriz permuta piel por tiempo, como un botellazo infligido alguna vez. Un tatuaje subrepticio se asoma por su cuello. ¿Cuán lejos me llevarías?, pregunta. Tan lejos como las palabras, contesto. Cae un silencio hermético como el metal de las mesas. Me extiende las llaves de su vehículo. Pago la cuenta. Partimos.
El camino nos espera aburrido, siempre hace lo mismo: ser camino. Articula el tiempo como un espacio y en eso parece un lenguaje. Hay que adquirirlo. Apropiarlo. Pero en estos suburbios, todo parece conducir al mismo destino, que es ninguno.
No queda otra pasión que la de asesinar la memoria.
II.
Acaecer en la extraña latitud de la palabra es más que un acto. Saber menos que el olvido es simplificarse en una imagen, como si fuera el vórtice de todas las historias que somos. Todo esto en mi mente y una mujer que me pide que conduzca su Cadillac rosado de asientos blancos para llevarla a casa de su padre, que debe morir.
Roxy deja su cabello ondular entre la franja de viento que vamos abriendo con la velocidad. La miro y pienso en el tiempo que llevamos juntos: apenas unas horas calvas. Su boca, dibujada por el intenso rojo del lápiz labial, viaja en una sonrisa. Me percato de que el paisaje que vamos rebasando asemeja una dentadura disforme. Nada me parece más maleable que el tiempo mientras avanzamos en el espacio.
¿Qué merece la muerte de un padre?, pregunto. No te pago para que preguntes, sino para que obres, dice Roxy, sus ojos fundidos tras dos planetas de vidrio ambarino que le hacen de gafas.
La sinceridad a veces sobra. Es la historia natural del modo.
Roxy ni me mira. Asesino barato, imagino que me dice. Tal vez pienso su voz porque nada la antecede, aunque yo tampoco he matado ha nadie antes. Mis muertos anteriores son de papel.
III.
Llegamos a una remota casa de piedra y madera, como de sueño perverso. Es peculiar esta casa, digo con nerviosismo inútil. Roxy asiente con pesadez. La llevo enterrada en la sangre, dice. Toda llena de recuerdos y rencores. Pero el hábito de fumar mata la capacidad gustativa y ya nada amarga, excepto quedarse a medias ganas, añade.
Desenfundo el arma con prisa. Quiero irme. No hará falta ya, dice Roxy. El cabrón se adelantó a su asesinato.
La luz cae y se rompe.
VI.
Por la ventana de la casa, las luces se apocopan y se repiten. Roxy me sirve un vodka helado. Me siento confundido. Atenúo la posibilidad del silencio imaginando tu voz, le habla Roxy a una foto de su padre. Luego, la escupe. Sin quererlo, la mujer se disuelve en poesía. Todo lo que se forma en palabras queda en palabra misma. Una imagen. Una aparición. Un fantasma. Maté a mi padre antes de que él muriera, dice Roxy. Así es la miseria, le digo; un acto del verso. Me matas, dice ella.
Quiero mentir y decirle “La noche es un pájaro ciego”, pero me domina el vacío. Por ello soy asesino y no poeta. El deseo siempre es mucho más sincero que la honestidad; el primero, único e irrepetible, es la constante que nos moviliza; el segundo, a veces, es negar la existencia. Si sabías que tu padre estaba muerto, ¿cuál es mi trabajo, entonces? Papá murió ayer de causas naturales, pero eso no implica que te desperdiciaré, añade. Luego, me quema con un beso sulfúrico.
La luz nunca se pregunta el origen del fuego.
Vuelvo con tu paga, dice, y sale hacia el fondo del pasillo.
V.
Al regresar, llega desnuda, en tacones de charol y vistiendo un collar de cuero del cual pende una soga con la cual me pide que la flagele. Me asalta como la imagen de una cerveza olvidada en la parte posterior del refrigerador y la cual, en un día caluroso y patético, uno de pronto descubre y toma, sin saciar la sed. Dudo unos segundos, pero la seducción es bastarda y yo, perverso. La azoto. Ella suda. Se excita. Me hala hacia el sofá mientras se amarra las soga en las muñecas a sus espaldas. Apriétalas, me dice y abre sus piernas. Viólame.
La violencia es tierna. Monto a Roxy. Tenemos sexo de sangre y vainilla. ¿Es esto lo que quería?, pregunto. No, dice con voz temblorosa. La embisto con insistencia. Lléname de flores de leche; quiero morir de orgasmos, pide. Procedo a matarla.
VI.
Nos vestimos y compartimos un cigarrillo. Roxy me entrega un sobre con los cinco mil dólares acordados por asesinar a su padre. No cumplí, le digo. No, pero lo harás, aclara. Entonces, abre las hornillas de la estufa y me urge a que salga de la casa. A pocos pasos de la entrada, mientras contemplamos la nada, ya quema el gas en las fosas nasales. Así es que se asesina la memoria, dice Roxy. Dispara contra las ventanas de cristal, ordena. No tengo voluntad. Descargo la Glock 19 hasta que la casa estalla completa en un olvido.
Roxy sonríe.
Y llora.
¡Cabrón!, grita al fuego. ¡A ver a quién se la metes ahora en el infierno! ¡Hijo de puta!
El cielo se pierde al fondo de mi mirada, que es una página amarillenta, toda escrita. Diseña mi mano un gesto en el aire, como si enhebrara mi silencio en las llamas. Pienso que estar aburrido es carecer de vida interior, sobre todo si asesinar una memoria facilita el dinero para publicar mi libro.
Mas queda, a latidos de distancia, la autoridad del rencor, esa prístina oquedad con la que hacemos destinos de letras, y que, al final, alejada de toda pretensión de ser espejo, trata de escribirnos.
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter @elidiolatorre