Un perro pequeño color amarillo oscuro, ojos del mismo color que la piel y hocico rosado, va amarrado a la carretilla que arrastra repleta de utensilios junto con todas sus pertenencias. Estas consisten en un vaso metálico, una cuchara, un plato, una botella vacía reciclada entre los desechos, una bolsa plástica con su cepillo de diente, una toalla y algunos artículos obtenidos en los latones de basura comunales: bolsitas de té y azúcar, enlatados, etc. Su andar es rápido pero inseguro, adelanta un bastón negro antes de sí lo que denota su inhabilidad para ver. Va por la vereda abriéndose paso entre los transeúntes hasta pararse justo a la entrada del cementerio. Sigue un trillo ya conocido para llegar a una tumba, aguarda moviendo el bastón pero sin dar un solo paso. Los empleados lo saludan al verlo. El ciego musita algo, la mano que yace sobre la carretilla está crispada sosteniendo un pequeño rosario. Detrás de las gafas oscuras, los ojos vacíos permanecen cerrados.
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La felicidad es inapropiada, había dicho Isabel mientras le acariciaba el cabello, dejando que su mano llegara hasta la raíz donde éste nacía y a continuación se deslizara como el torrente de un río por la cabeza, siguiendo en el cuello fuerte del hombre, sopesando delicadamente las venas que cuando reía o se enojaba se hinchaban abruptamente. ¿Qué fuente de vida le hace respirar? se preguntaba acariciándole la cara, las facciones que en su recuerdo cambiaban con cada expresión, los ojos que evocaban a los dragones de los libros de su infancia y que a fuerza de besarlos, habían llegado a ser muy suyos.
¿Por qué dices eso? contestaba Gregorio abriendo muy grande los ojos para encontrarse con los de ella devorándolo, tan cerca que no podía disimular su contrariedad. No lo sabía, no podía saberlo pero intuía que esa felicidad no iba a ser para siempre. Mantenían por un tiempo la mirada fija el uno en el otro, hasta que él la arrastraba a sus brazos y le juraba que todo iba a ir bien, que estaban destinados el uno para el otro, que nada ni nadie los separaría. ¿Puede ser eterno el amor? No lo había sido para su madre, ni para nadie en su familia, ni para los padres de él, y si no era eterno, ¿era entonces real?
No me gusta cuando te pones así, cuando me miras de esa forma sé que algo anda rondando tu mente, ese algo te separa de mí, nos separa, protestaba él dejándola libre. Es que piensas demasiado, deja que las cosas sean, no te devanes en conjeturas inútiles… vive el momento. Gregorio siempre le decía lo mismo cuando ella trataba de esbozar algún pensamiento a los que él llamaba nihilista.
Volvamos a unir nuestra respiración en un solo aliento, ese aliento de vida compartida que te ha hecho parte de mi fluido sanguíneo. Ven aquí, bésame, le ordenaba ella.
Les encantaba dispensarse comandos que obedecían sin chistar porque así era su entrega. El día de la boda se ofrecieron una parte del cuerpo. Aún después de la muerte, había dicho Isabel, toma lo que desees de mí cuerpo, es tuyo. Él pidió sus manos. Ella quiso sus ojos. Son tuyos, respondió Gregorio tiernamente.
El camino que los llevaba al el hotel era abrupto, en la oscuridad apenas se divisaban los pueblitos rodeando la montaña. El hotel estaba ubicado justamente en la ladera, frente a un jardín botánico. Fue cuestión de un instante, Isabel decía algo sobre una isla habitada por flores carnívoras, Gregorio pestañó para desembarazarse un poco. Un ciervo se cruzó en el camino, el auto perdió el rumbo y patinó hasta despeñarse por el barranco.
Después de tres paradas durante la caída, el hombre salió disparado del carro. Todo lo ve como en cámara lenta, en la confusión no logra entender exactamente lo que está pasando. Un silencio profundo se concentra por un momento a su alrededor. Gregorio puede sentir hasta los latidos de su corazón, después escucha el estallido.
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¡Lleva tres horas parado frente a esa tumba bajo este sol! No se ha sentado por un minuto, creo que deberíamos acercarle una silla, afirmó el hombre visiblemente conmovido.
No tiene caso, nada lo sacará de su ensimismamiento; hace todos los días lo mismo.
¡Pero se puede deshidratar!
No creo que a alguien que se sacó los ojos le importe mucho deshidratarse.
¿De qué está hablando?
Bueno eso dicen, el tipo está loco, se sacó los ojos después del accidente en el que su esposa murió calcinada. Ahora viene todos los días a su tumba, los primeros meses lo teníamos que sacar a empujones, ya se va él solito cuando cae el sol.
Su nuevo ayudante está muy asombrado. El enterrador le da una palmadita en la espalda mientras sonríe: ah… ¿acaso no ha oído decir que el amor es ciego?
Lidia Elena Caraballo (Sancti-Spíritus – Cuba, 1968) Cursó estudios de Historia en la Universidad de Oriente, Cuba. Licenciada en Humanidades y Lengua y Literatura Española por la Universidad Internacional de la Florida. Cofundadora del grupo artístico Proyecto Setra y de la revista literaria Nagari. En 2012 publicó el poemario Ensō una selección de haiku y poemas mínimos. Sus textos han sido incluidos en diferentes medios literarios.