Los vidrios en el brazo hacían brotar hilos rojos. Estaba en el piso, jadeante, con los ojos también ensangrentados. Sobre las baldosas del edificio, que intentaban estérilmente ser elegantes, Alberto parecía un cuerpo roto, ahogado en el charco púrpura. Cuando me acerqué no me reconoció. Quiso gritar previendo un golpe ficticio. Soy yo, cálmate. A los 78 años la vida se le había convertido en girones de violencia. Más por el temor que por la confianza, trató de calmarse. Me miró suplicando. Lo tomé por las axilas para sentarlo en el piso.
Trataba de explicarme la caída. Con las cosas que llevaba en las manos perdió el equilibrio y se fue de bruces contra una de las mesas de cristal que poblaban el pasillo. Era peligroso mantener ese tipo de muebles en el pasillo, verde y sucio, donde la mayoría de los inquilinos rebasaban los 70 años. Alberto ignoraba las reglas de seguridad. Alberto ignoraba cualquier rasgo de vida más allá del departamento de donde esa tarde lo echaban.
Dejé la candela encendida, se justificó llorando. Nada podía decirle. Yo había sido testigo de la crónica que intentaba hacerme. La noche del amago de incendio llegó una docena de bomberos para desalojar a los vecinos. En medio de la calle Siete, en la Pequeña Habana, nos encontramos mirando cómo el humo, desde la ventana de Alberto, parecían lamentos de hombre viejo. Todo el segundo piso del edificio parecía arder. Para cuando pudimos entrar, la decisión ya estaba sellada. Alberto no podía seguir viviendo en el edificio. Estaba viejo y solo en un país vedado para la vejez, no para la soledad.
Tenía que irse, alejarse del sitio donde podía causar problemas. Vino una trabajadora social y le dio una tarjeta con una dirección. La tarjera era linda, por lo demás. Pero nadie, ni familia, ni trabajador del gobierno, lo asistió con la mudanza. En una camioneta que ignoro de dónde la había sacado, Alberto ponía las cosas que le habían quedado del incendio. Una olla reina, una imagen de la Virgen del Cobre, unas tazas y bolsas de plástico con café, sopa, pastas. Cuando las sacaba de su departamento, no vio la mesa de cristal, o tal vez la olvidó, y se precipitó contra los vidrios. Parecía un cuerpo roto, ahogado en el charco púrpura cuando me despertó el ruido.
Salí al pasillo, ahí estaba, desangrándose, saboreando en el piso los años que deben saber a mierda cuando se pudren. No te preocupes, Alberto, que yo te ayudo. Traté de limpiarle un poco la sangre. Ven acá. Siéntate y respira. Luego de un rato se negaba a bajar hacia el patio delantero, donde estaba su camioneta. Venga, no te preocupes, no me robo nada de tus cosas, las tomo del departamento y te las llevo inmediatamente. No seas melindroso, pinche viejito. Se rio un poco con un hilo de voz amarga.
Mientras bajábamos, calé el rumor de Alberto. Era agrio. En el olor reconocemos la miseria, pero también la bondad. En la banqueta, frente a la camioneta, lo dejé jadeante. Aún me pidió que olvidara las cosas que faltaban, que ya tenía los suficiente y que se iba de igual forma. Espera, no tardo ni cinco minutos. Subí y abrí el departamento. Media sala estaba flameada por el fuego, la habitación percudida por el moho y la cocina revestida de cochambre. Lo único que faltaba por llevar era un álbum de fotografías familiares y un crucifijo de 65 centímetros. Escuché a la camioneta arrancar. Alberto dejaba sus últimas pertenencias. Un dios y unas imágenes de personas cercanas que ya no le harían falta en su próxima, la última de sus casas en Miami.
© All rights reserved Xalbador Garcia
XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Morelos, en la categoría de Literatura, en el área de Novela. Beca que ganó nuevamente en 2012, pero bajo el género de Ensayo Creativo.
Poesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra