A los maestros de Amelia Earhart y Palm Springs North El.
Llegué a un parvulario a los seis años. El maestro, un antiguo jugador de básquet con una regla de tres pies en la mano, nos hacía repetir las vocales cien veces. El que se portaba mal, recibía un azote en la palma de la mano. Si hacías el payaso, unas orejas de burro en la sien y mirando fijamente contra la pared. El resultado, la carcajada de toda el aula y el prestigio escondido de uno mismo al saberse importante para el público.
48 niños sentados en hilera. Apretujados. Impolutamente limpios. De perfume, colonia Varón Dandy. Frente a nosotros, un cristo crucificado, una bandera española y la foto del general Franco arriba en la pizarra. En la fila nueve, junto a la línea divisoria entre niños y niñas, se sentaba el que escribe. A pocos metros de distancia… María Rosa.
-¿Me quieres?
– Y tú
– Yo me casaría contigo. Mi mamá y mi papá, dicen que cuando seamos grandes podemos darnos besos.
– Uuug que asco. Esto hay que hacerlo cuando nos casemos. Los amigos no se dan besitos; se miran, pero no se cogen la mano hasta que mi papá no te dé el permiso.
*
A los nueve, entré a los Hermanos de la Diócesis de María. Masculinos todos y sentados en un pupitre de madera apolillada cada uno. En el centro de la mesa, un tintero y un recodo para dar quietud a una pluma de metal con mango de colores.
Yo era inútil para los números. Odiaba la lengua española y los preceptos básicos sobre sintaxis y cálculo aritmético. En cambio, la geografía, era mi punto álgido. África, mi especialidad.
– ¿La capital de Togo?
– Lomé
Siendo gordito, rostro con mofletes, y ancho de cintura…a menudo suspendía gimnasia. En cambio, era muy bueno en religión. Saqué las mejores notas. Un sacerdote que me quería mucho -…y algo más que ahora omito- valoró mi trabajo sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Dijo que, invertir el orden de presentación de las figuras, ofrecía una visión distinta a la hora de amar a Dios. Le fascinó la idea de empezar por el Hijo, seguir con el Espíritu Santo y dejar al Padre el último, mientras ubicase a la paloma en la punta del triángulo equilátero. El ojo interior en la figura geométrica… seguía igual.
Los niños me pegaban coces y puñetazos en el patio. Empujones con premonición, para acusarme de cualquier delito que yo hubiera originado contra la pandilla. La carcajada, siempre estaba en sus bocas por la música que emitía mi apellido: “Rebolla la marinera…la más gorda la más entera”. Les tenía que recaudar dinero. Comprarles cocacolas y caramelos sugus en la tienda del colegio. Perder deliberadamente a las canicas, para que me dejarán en paz. Y sólo me subían a hombros cuando les contaba historias fantásticas sobre Ignacio Cepeda, el último de la clase, y sus triunfos con una chica que acudía al futbolín todos los miércoles.
Durante mi pubertad, desde el alféizar de una ventana del aula, observaba la acera y las nubes bajo la luz nítida de Barcelona. Las mujeres que salían al balcón en bata de color rosa me entristecían. Yo les sacaba los cinco dedos en forma de abanico y ellas hacían lo mismo. Aunque alguna anciana, a veces, me regañase a distancia moviendo la mano, como pocas, para indicarme que girara mi figura y prestase atención al maestro.
– ¡Usted! Por estar distraído y no mirarme cuando explico la lección, mañana me traerá copiado el capítulo dieciséis! (…gluuups)
– Sí.
– Sí”, no se dice. Se dice: “Sí señor profesor”
– Sí, señor profesor.
*
Antes de matricularme en el Instituto de San Antonio, en plena carretera de Sants, una manifestación de obreros pedía ir a la “Huelga General”. Unos llevaban el pañuelo rojo cubriéndose su faz. Otros palos. Y algunos, una pancarta con frases exigiendo la liberación de los presos políticos.
Con dieciséis años, el mundo era una incógnita. Unos jeans Levi’s y un polo Lacoste amarillo se unían a una palabra: pijo. Mirar a una mujer, una hazaña bélica con algunos riesgos. Salir un sábado por la noche, un viaje a ningún lugar. O, mejor dicho, la huida era el destino. Pocas veces supe qué lugar ocupaba en mí la madrugada.
Hice nuevos amigos que proponían asambleas para decidir cualquier tema. Unos tocaban la guitarra bajo la luna menguante. Otros eran lectores impenitentes de Joan Fuster, Manuel Vázquez Montalbán, Allan Ginsberg, Marsé, Herman Hesse, Eco o los recién llegados del boom latinoamericano a la ciudad: Gabriel García Márquez o el autor de “Pantaleón y las visitadoras”.
Nuevas materias: Álgebra, Historia de España Contemporánea, Trigonometría. Dibujo Lineal. Lingüística, Historia del Arte…
En esta última asignatura, un profesor distinto. Juguetón y sutilmente arrogante. Alto como un pino. Venía de la tradición beat. Fumaba “Rumbo”; corto y sin filtro. Bebía coñac de Jerez en plena clase; sin prejuicios. Y hablaba con astucia sobre los derechos humanos. Citaba las pinturas negras de Goya como una manera de entender el yo de un loco excepcional. Y me ordena, sí o sí, el primer trabajo de campo: investigar el arte de la catedral de Barcelona; descubir, el periodo gótico de la ciudad.
Lo hizo a raíz de una propuesta tan inteligente como ésta: “¿Qué función tienen las gárgolas y por qué se ofrecen demiurgos al ciudadano de a pie? Al principio, entendía cero. La costumbre colegial de “memoriza y repite lo que dice el libro”, era un hecho. Y de repente pasé a… “investiga por ti mismo, disfruta el conocimiento y dame tu opinión bajo un análisis”.
Desde el inicio, este ser humano lleno de excentricidad y próximo a ti, me dio a entender lo que era la enseñanza tú a tú. Me ofreció una educación libre y abierta al diálogo.
A partir de aquí me hice alumno permanente. Es decir, maestro de por vida sin especificar qué asignatura estoy impartiendo ahora frente a ti, ni percibir al otro como un discípulo más, sino tú, como un alumno suyo.
En una palabra, un maestro es un hacedor de preguntas sin límites y en continua formación para sí mismo y hacia los demás si se lo piden.
En pocas palabras…aquí radica el saber.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)
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