Una despedida tiene dos polos: el retrato del lugar cuando llegaste y a donde te diriges. El género lo conduce la “fotografía literaria” el día que viajan los recuerdos que sostienes en el almacén trasero de tu memoria.
Fue un dos de mayo de mil novecientos noventa y cinco. Mi mujer, Mariana, observaba a través de la mirilla del avión el perfil de su nuevo hogar. Lo húmedo, en la pista de aterrizaje, fue mi alfombra roja; el sofoco, un retrato en mi cartera de piel. Mi hija Olímpia en brazos con un año aún por cumplir. A la salida del aeropuerto, una atmósfera de nubes junto a decenas de taxis amarillos impregnados con un número, el 444-44-44. Un ex oficial de Porto-Prince me dice en creole: Ou vle yon taksi? Listos.
La ciudad que me iba a enfrentar era un álbum de cómics. Tenía varias viñetas sin concluir y quedaba poco tiempo para conmemorar su centenario bajo la bandera de Flager. Algunos edificios en la lejanía dibujaban un hermoso Manhattan desde la terraza del Rusty Pelican’s, a pesar de ciertas pinceladas lúgubres de la serie Miami Vice en su haber. Las luces rojas de una ambulancia detenida frente a mí, en Biscayne blvd. contrastaban con otro cuadro al lado de siete policías y un proxeneta maniatado. Este horizonte, hablaba mucho de qué me iba a encontrar durante mi estancia.
Brickell seguía su éxito arquitectónico-financiero y olvidando el polvo blanco de su origen. Nuevos ejecutivos poblaban la zona con trajes de Armani y se arremolinaban en Perriconie´s Market Place junto a un botella de chianti… mientras algunas secretarias les reían sus estupideces y aventuras.
Mirando hacia el este, las Bahamas y su colonia de octogenarios de fin de semana. Al sur, Key West y su leyenda bajo la milla 0 frente a un concurso de imitadores de “hemigways”. Al oeste, los busardos, la serpiente cascabel, el ibis y lo ciervos conviviendo con el aligator americano en los Everglades. Al norte, Orlando y un castillo de hadas con un rolling coaster cerca, para seguir imaginando que las estrellas pueden alcanzarse en este país con una mano.
El Jai Alai aún funcionaba con pelotaris auténticos venidos del País Vasco. La cesta punta en pleno frontón; las apuestas entre el público. La calle 8 celebraba todavía, en aquel instante, los éxitos del Miami Sound Machine. Acordonada junto al mar por edificios recién restaurados como el Colony o el Avalon, Miami Beach. La gente de la playa, activa y presumiendo su piel cobriza en la arena, o surfeando sobre los patines. Ocean Drive iba pronto a presenciar cómo su promotor y modisto calabrés Gianni Versase querido moriría asesinado frente al portal de su Casa Casuarina.
El paisaje de mi nuevo hábitat en Kendall era completamente distinto al Mediterráneo y como observador me detuve a cuestionar cada grupo humano que se ofrecía durante mis paseos. Personajes que iban a ser mi nuevos vecinos…
Una mujer de blanco, con un paraguas blanco y su “blanca palidez” vivía al lado mío. Su marido, un santero Yoruba, esperaba puntual cada mañana a sus clientes en el jardín. Vestidos de uniforme, Bruno e Ignacio se retaban religiosamente al salir de la escuela elemental, a ver quién sabía más sobre carros de lujo. Una mujer joven que no paraba de decirme “good morning my love” cada vez que nos cruzábamos mientras hacíamos deporte de buena mañana me dijo más de una vez.. qué hacía después de las 9pm. Un jubilado de Carolina del Sur que, de tanto en tanto, conversábamos sobre lo ocurrido debajo la mesa del despacho oval, entre Lewinsky y el presidente. Mi compañero Mattews Blond, afroamericano nacido en Atlanta, comprometido en aprender la lengua de Cervantes por un nuevo amor que lo abducía bajo el tango; una mujer del barrio de Palermo que vestía un traje estrecho y corto con un corte cercano al pubis. Y por último, un iraní, mi primer amigo íntimo en esta ciudad. El único que entendió la ironía de mi discurso. Y el que escribe, el único que lo acogió en la clase como hermano; gracias a la marginación que sufría por ser musulmán. Juntos, aprendimos inglés con Mr.Morales. Un habanero que vino por el Mariel mientras se empeñaba en reprendernos por nuestras bromas mutuas en MDCC sobre su acento “neutro” de Little Havana.
Cafeterías con el mismo diseño al unísono: una ventanita abierta en la acera y un corro de individuos con unos mini vasos de plástico absorbiendo lo dulce entre sus labios. El impacto naciente de la Visa y la American Express para alguien que la única tarjeta que había conocido en vida era la del underground en su ciudad de origen. Nunca olvidaré esta frase de Mariana: “En este país; tú eres lo que tu crédito dice de ti.” Period.
Centenares de pequeños negocios electrónicos en el downtown haciendo brillar sus lucecitas en Navidad. El teatro Olympia en plena remodelación. Innumerables homeless que, al igual que el cuento de la cenicienta, a una hora determinada, poblaban con puntualidad las aceras para iniciar su descanso o pasar a la eternidad aquel mismo día por su condición de hambrientos.
Nunca hubiera imaginado calles bajo números y acrónimos con mayúsculas SW y NW para facilitar el punto de ubicación a dónde ibas. Y muy pocas con nombres tan curiosos como aquella guarachera que junto a la Fania All Stars, yo había escuchado en los años ochenta por la radio. Mi pequeño monstruo, llamado Celia Cruz.
Escuelas antiguas con el sello aún de “Grammar School”. El Nuevo Herald vendiéndose en las esquinas de la mano de niños cuando el semáforo rojo detenía tu automóvil para anunciar noticias de Joe Carollo. El descubrimiento de lo que era un bagel untado de queso crema y salmón ahumado siguiendo la tradición judía. Epicure se convirtió en mi centro gourmet a pesar de mi pobre financiación. Lincoln Road era un paseo recién cerrado al tráfico; cobijo e influencia robada a las Ramblas de Barcelona. Un banco por sí mismo: El First Union, con la caja fuerte aún de acero y timón para cerrar, inauguraba aquel camino natural hacia el Atlántico. Los eventos en el Colony o el Miami Ballet City dentro el Lincoln Theater. O la propia bohemia americana junto al humo del Marlboro y el blues, en Tobacco Road.
Adquirí mi primer trabajo untando mis manos con un detergente genérico en el fregadero de una escuela de Kendall. Ahondando mi esponja por el aluminio de decenas de platas. Sirviendo la comida bajo uniforme blanco: arroz con pollo los jueves y pizza rectangular, al siguiente día. Pasé la manguera infinidad de veces por el suelo antes de dirigirme al college, día sí y día también, para aprender la lengua de Whitman; del cual, había leído rigurosamente su poemario “Hojas de hierba”… Mientras, jugaba con numerosas empleadas de mi edad en aquella cocina de Dante B. Fascell que no paraban de preguntarme lo siguiente
“Usted Sr. Reboll… ¿qué hace aquí en Miami?”.
Yo me mudé aquí por una sola razón. Una sola. Yo vine a este país a ser padre. Y ahora me voy con dos. Dos razones: me regreso para volver a ser hijo, antes que mi madre se la lleve la Parca…y que la misma me empuje a mi al mar mi barca/ con un Levante otoñal/ y dejad que el temporal/ desguace sus alas blancas…/a mí enterradme sin duelo/ entre la playa y el cielo…/cerca del mar porque yo….nací en el Mediterráneo. Joan Manuel Serrat (Mediterráneo)
Disculpen. Sí quiero precisar un punto sutil para concluir…
No me importaría si este mismo cielo, temporal o arena que cita el cantautor estuviera en Keybiscayne. El mar tuviese por nombre El Caribe. Y en el último momento de mi suspiro habitara a mi lado la sola razón por la cual vine a esta ciudad.
¡Adiós!
…aunque en el mundo global que nos envuelve, esta locución verbal no tenga mucho sentido.
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