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Diciembre 2017

ÉRIKA GARÚ. Luis Alejandro Ordóñez

Érika Garú

 

Su trabajo era artesanal: filmaba con su cámara y editaba en su casa,  siempre con los mismos actores y técnicos y en las mismas locaciones, que solían ser casas de amigos y de su familia. La única diferencia entre sus anteriores películas y esta era yo. Y por supuesto, Érika Garú.

 

I

 

Nunca nos hemos llevado bien. Después de todo, soy el vago del que, por desgracia, se enamoró su hija. Lo de vago es el resultado de una serie de circunstancias, porque cuando tengo que entregar dos mil quemaditos, dos mil quemaditos entrego: Películas sin estrenar, clásicos del cine o de la televisión, televisión local o internacional, álbumes completos, canciones variadas, videos aficionados, de todo, el catálogo es ilimitado; pero el dinero no es tan bueno, todo depende del volumen de ventas y muchas veces los discos se quedan fríos, no tengo un departamento de mercadeo muy desarrollado, trabajo a pura intuición e imitación: si creo que algo puede tener éxito lo quemo más, si algo se pone de moda lo quemo el doble, y eso hace que los errores sean comunes. Hay semanas en que parece que me voy a hacer millonario, en otras no hallo qué hacer con todo el material congelado en el cuarto. A pesar de los vaivenes, el asunto pudiera ser una profesión a tiempo completo si no fuera por la vergüenza que me deja mudo cada vez que tengo que contestar a la pregunta “¿y tú qué haces?”. Lo he intentado, más de una vez he practicado frente al espejo relajándome y respirando profundo, pero nada, incluso solo, encerrado en un baño, no puedo confesar a qué me dedico y hasta náuseas siento al tratar de decirlo, una reacción corporal muy parecida a la del personaje de aquella película, La Naranja Mecánica, que fue curado de sus instintos gracias al malestar físico que le producía pensar en ellos. Yo, supongo, también fui curado, pero por extraño que parezca, tal reacción nunca se produce mientras trabajo, únicamente cuando trato de hablar de ello. Y en casa de Ricardo Diéguez, uno de los cineastas más respetados del país y papá de Azalea, mi novia, jamás mencionaría algo al respecto.

A Azalea la conocí en la universidad; fue lo único bueno que me dejaron casi seis años de estudios. Licenciado con negocio propio pero clandestino y que ante la opinión pública es un desempleado mantenido por su novia hijita de papá; ¡las cosas que tengo que soportar por esa imagen que la gente tiene de mí! Una vez se me ocurrió llevar a casa de Azalea una película que acababa de quemar; recuerdo que era Blood Diamond con DiCaprio, lo recuerdo bien porque en un punto de la película encontré un salto inesperado, simplemente la imagen se perdía por unos tres minutos y no encontré otra fuente para resolver el problema. Entonces, en un momento de inspiración digno de los mejores capitanes de la industria, decidí llenar el vacío de una manera que resultó tan ingeniosa que a partir de entonces la utilizo como procedimiento estándar: tomé tres minutos de escenas de DiCaprio en The Departed y las puse en el vacío de Blood Diamond; la mayoría de la gente iba a ver Blood Diamond por DiCaprio, que tengan DiCaprio entonces. Apenas el papá de Azalea vio que traía Blood Diamond para verla en familia, supo de qué clase de película se trataba, “¡ni siquiera la han estrenado en Estados Unidos!” dijo y por momentos lo tomé como un elogio, pero de inmediato comenzó a descargarme con una furia que llegó a preocuparme, parecía que en cualquier momento me iba a golpear, aunque no pasó de las palabras, el señor Ricardo Diéguez es de los que todavía creen que un buen sermón puede herir y hacer recapacitar a los inmorales. A sus ojos, incluso este servidor, el más inmoral de todos, no podría resistir sus argumentos sobre cómo gente como yo dejábamos sin comer no a los Diéguez de este mundo sino a aquellos que dependen de que Diéguez reciba el dinero justo por su trabajo. “El que se jode no es DiCaprio, se joden los técnicos de sonido, los iluminadores, los maquilladores, los productores de campo, es a ellos a los que la gente como tú les quita la comida”. La parte más brillante de su diatriba fue en la que habló de la justicia poética: por ahorrarnos unos centavos, yo y la gente como yo nos perdíamos el verdadero arte cinematográfico que solo se aprecia en la calidad y el silencio de una sala. Pero no pudo continuar, mi celular sonó interrumpiéndolo. La llamada fue de Azalea en mi rescate. Semejante discurso y tamaña indignación por el solo hecho de que la película estuviera en su casa, sin saber que yo no estaba ahorrándome unos pesos, los iba a hacer: cien copias más de Blood Diamond estaban listas en mi casa esperando por mi socio que las pondría a circular.

Desde ese día, la antipatía natural que sentía hacia mí por ser el vago novio de su hija, tuvo una razón concreta y más que justificada. Pero la costumbre es un buen antídoto contra la antipatía, y aunque no le agradara, mi relación con su hija se consolidaba y Diéguez se fue resignando a mi presencia en su casa. Ya vivíamos en una especie no de tratado de no agresión—salvo el incidente de Blood Diamond, nunca habíamos tenido altercados—sino de mutua ignorancia: él sabía que yo estaba ahí y yo sabía que esa era su casa, suficiente convivencia. Y la verdad sea dicha, el tipo respira por los pulmones de Azalea, mientras ella esté feliz él no pondrá ninguna objeción a mi presencia en su casa, cualquiera sea el día, cualquiera la hora. Así, poco a poco pero indeteniblemente me fui convirtiendo en parte de la cotidianidad del hogar. Gracias a ello, pude cambiar para siempre la vida de todos.

 

II

 

Ricardo Diéguez había llegado al punto que tarde o temprano llega todo cineasta nacional. Cansado de que tras terminar una película, el siguiente paso siempre fuera declararse en bancarrota para salvarse por un tiempo de los acreedores, Diéguez estuvo dispuesto a vender su legado por un plato de lentejas. El plato era Érika Garú, una modelo que después de un par de sonados desnudos le cogió el gusto al cine y ahora quería ganarse el respeto como actriz. Su presencia en la película estaba siendo gestionada por un amigo de ambos que pensó que Diéguez le daría a Garú ese respeto y Garú le permitiría a Diéguez conseguir el añorado éxito taquillero. Por supuesto fue más difícil convencer a Diéguez de que aceptara la presencia de Garú en su película que a Garú de que se desnudara en la película de Diéguez. Yo estuve presente en la conversación donde finalmente Ricardo cedió. El amigo le dijo aquella vieja estupidez del árbol que se cae en el bosque y no hay nadie para escucharlo, explicando con tono pedagógico a todos los presentes—que también estaba Azalea, de lo contrario yo no habría estado ahí—que las películas de Ricardo eran el árbol y el bosque las salas de cine. Para que el bosque se llenara de oídos que escucharían caer el árbol mientras estaban entretenidos en otra cosa, Garú se desnudaría en una escena que como casi todas las escenas de desnudo del cine local sería completamente innecesaria. No pasaría de eso, una simple licencia comercial, el amigo de Diéguez repetía una y otra vez la frase, una simple licencia comercial, como intentando convertir la muletilla en eslogan. Y lo logró. El eslogan era demasiado pegajoso y convincente, casi que lo confundimos con el título de la película, porque Ricardo repitió las palabras varias veces, una simple licencia comercial, tras aceptar a Garú como su estrella, y siguió repitiéndola durante varios días y sobre todo, varias noches.

Para el proceso de creación de su película, Diéguez tuvo en mí a un no deseado espectador en primera fila. En silencio, siempre acompañado de Azalea como salvoconducto, vi cómo la película iba tomando cuerpo escena a escena, toma a toma y cómo los desechos se iban acumulando. Hice un inventario completo de todo el material que se estaba quedando fuera de la versión definitiva de la película. Y el material era lomito. Por remordimientos de última hora, Diéguez intentó convertir en “artísticos” e “insinuantes” los múltiples desnudos de Garú y en especial una escena de sexo explícito que a todas luces fue filmada apuntando a la taquilla. Eliminado de la película, ese material solo necesitaba caer en las manos correctas.

Cuando la película estaba prácticamente lista, me quedé una noche hasta tarde viendo televisión con Azalea, esperé a que el papá se fuera a dormir y que, como de costumbre, Azalea se quedara dormida en el sofá, para instalarme en el estudio de Diéguez y hurgar en sus computadoras. Luego, en mi casa, preparé mi propia versión de su película. Le agregué las escenas cortadas e incluso los desnudos de sus otras películas, unos cuantos videos de la chica que conseguí en Internet y otros que no eran de ella pero nadie lo notaría. Mi intención no fue solamente explotar el morbo de los espectadores sino preservar el espíritu de la película, que, sinceramente, Ricardo estaba corriendo el riesgo de perder el objetivo de su historia con tanta sobreracionalización. También diseñé una carátula donde se leía: Antes que en el cine, la película que Érika Garú no quería que nadie viera, sin censura. En dos días, cinco mil videos estaban vendiéndose en las calles y al día siguiente tenía un pedido por cinco mil más.

El escándalo tocó rápidamente las puertas de Diéguez, primero por un llamado del representante de Garú exigiendo explicaciones y luego por la insistencia de varios periodistas de la fuente de espectáculos que querían entrevistarlo sobre el caso. Diéguez se defendió con la ineptitud del inocente, nadie creyó que no tuviera nada que ver con el asunto, su versión de que alguien había tomado el material de su computadora y él no se dio cuenta hasta que vio el video en manos de los buhoneros, era demasiado simple como para que la consideraran verdadera. Mientras, Garú aparecía en las portadas de todas las revistas y periódicos, declarando que estaba muy decepcionada al ver que un material artístico y de calidad era degradado a pornografía por gente inescrupulosa y por quienes compraban el video. En sus declaraciones daba a entender que el público del país no estaba listo para ella y que el lado positivo del escándalo era que se había dado cuenta de que había llegado el momento de buscar nuevas audiencias.

Durante esos días, yo estuve todo el tiempo en casa de Diéguez, junto a Azalea, como parte del apoyo familiar tan necesario en momentos como el que el cineasta estaba viviendo. Estaba derrotado, apenas salía de su cuarto y si no hubiera sido por la diligencia de los periodistas que querían entrevistarlo un día sí y otro también, no le habría visto la cara en todo el tiempo que el escándalo fue el centro de atención. Me daba ternura verlo acomodarse y mostrar su mejor cara para recibir a los periodistas. Los atendía con una paciencia digna de mejores tareas. A un periodista particularmente incisivo le dijo que estaba seguro de que se trató de un inside job, agregando que estaba muy cerca de descubrir quién lo había traicionado. Pero no hay realmente inside en su job, nadie interviene en su proceso una vez que terminó la grabación. El cine de Diéguez es de autor por defecto: si él no asume la mayor parte de las etapas del proceso, los presupuestos se disparan y la película se vuelve inviable.

Para variar, esa noche no se refugió en su habitación. Se sentó con nosotros y nos ofreció un güisqui. Sabiendo que Azalea no aguantaba más de un vaso, le sirvió el segundo y sin mucha paciencia, porque no era necesaria, esperó a que ella se fuera a dormir. Nos tomamos los siguientes güisquis en silencio, un silencio que se volvía más y más escrutador, la mirada de Diéguez se mantenía sobre mí, no me quitaba sus ojos acusadores de encima. Tuve que hablar y tenía que hacerlo sobre la película, sobre los acontecimientos, porque un cambio de tema habría sido en exceso delator y no iba a aceptar así de fácil que yo era exactamente quien él pensaba. “Entonces, estás convencido de que se trató de un inside job”. Lo dije así, como afirmación, no como pregunta, esperando que mi certeza lo confundiera. Sonrió irónicamente y se sumergió en su bebida.

No dijimos nada más, solo bebimos, seguros de que cada uno sabía lo que pasaba por la mente del otro, aunque cuando la segunda botella iba por la mitad yo no tenía ninguna certeza de lo que podía estar pasando por mi cabeza. De pronto, lo tuve a dos centímetros de mi cara, clavándome la misma mirada de odio que tuvo durante toda la velada. “No te ves bien, deberías irte a tu casa, aquí están las llaves de mi carro, tiene los frenos largos”, me dijo mientras amablemente me llevaba hasta la puerta de la casa.

 

III

 

Al día siguiente estaba parado fresquito en la puerta de la casa de Diéguez. Él se sorprendió como si el día anterior Azalea le hubiera dicho que habíamos terminado; la sorpresa fue mayor cuando le revelé el plan que si bien no necesariamente salvaría su reputación, sí le daría una tranquilidad que ningún cineasta en este país es capaz de rechazar: la económica.

“Señor Diéguez”, le dije, “la gente que va al cine no es la misma que compró el video, y la gente que compró el video irá al cine si las muerde la curiosidad”. Ricardo me miró sorprendido, pero entendió perfectamente a qué me refería. Se encerró hasta terminar los detalles de postproducción que todavía necesitaba su película; mientras, sus contactos en las dos cadenas de salas que existen en el país, movían las piezas. La película del escándalo de Érika Garú se estrenó cuando la versión pirata todavía les quemaba las manos a los buhoneros en las autopistas de la ciudad. En una extraña simbiosis que nadie sino yo pudo prever, las ventas del video pirata impulsaron la taquilla y la taquilla aumentaba la demanda del video. Al finalizar el ciclo, la película de Diéguez se había convertido en una de las más taquilleras del cine nacional y en la más exitosa de su producción personal. Por su parte, la versión en quemadito seguramente competía en ventas con los bestsellers más grandes de la historia de la industria pirata: el video sexual de la protagonista de telenovelas Giovanna Frías y la película casera de los asesinatos en un barrio de la capital, pero nadie puede asegurarlo, las cifras en este país no se llevan con el detalle debido.

El éxito de la película nunca se comentó en la casa de Diéguez. El pacto de mutua ignorancia se mantenía y lo respetábamos con un celo que ya parecía devoción. Él no estaba dispuesto a darme crédito y yo no lo necesitaba. Pero estoy seguro de que él sabía que la película de Érika Garú nos había igualado. La edición es parte importante del arte cinematográfico, incluso para algunas escuelas es el verdadero arte cinematográfico; con la versión sin censura de su película yo había demostrado que era un artista y su silencio lo confirmaba. En su manera de ignorarme yo notaba un cambio, me ignoraba con respeto. Una noche lo descubrí en su estudio viendo ambas versiones mientras tomaba notas. Con el dominio que tenía de su oficio, se había dado cuenta de que mi versión era algo más que la suma de su película y las escenas explícitas. En el ritmo, en la continuidad, en los extras que añadí, él encontraba aportes que repercutían para bien en el resultado, y él lo estaba reconociendo. Desde esa noche lo ignoré con el mismo respeto, y estuve seguro de que su próxima película sería la mejor de su carrera.

 

IV

 

Ya la película de Érika Garú tenía unas semanas fuera de cartelera cuando el papá de Azalea me dijo que tenía algo para mí. “Fuiste parte de esto, sin tu idea nunca le habríamos sacado provecho al escándalo”, dijo al entregarme un cheque cuya cifra no supe leer pero que él con mucho gusto leyó para mí: “Cero millones cero cientos mil cero cientos cero, me tomé el trabajo de descontar lo que hubieras tenido que pagarme por violación de derechos de autor, sinvergüenza descarado”. Le di las gracias por su generosidad, esperando que el cheque en efecto dejara saldadas todas las cuentas. No tenía queja alguna, a través de Azalea disfruté de mucho del dinero de la película y la versión pirata produjo enormes ganancias, pero trabajamos sobre volumen, si me cobran costos específicos como un derecho de autor simplemente me arruino. Por su cara, pensé que estaba a punto de dar inicio a su viejo sermón. Sin embargo, en vez de insistir sobre mi condición moral, Ricardo me entregó una laptop. “Aquí está la película de Ducén, buen amigo Ducén”.

Relato publicado originalmente en el libro play de Luis Alejandro Ordóñez Ars Communis Editorial

© All rights Luis Alejandro Ordóñez

 

Luis Alejandro Ordóñez es venezolano y reside en Estados Unidos desde 2008. Entre Chicago y Miami se ha desempeñado como editor, redactor de medios, corrector de estilo, traductor y profesor de español. En 2015 publicó el libro de relatos Play y en 2014 ganó el II premio literario en español de la Universidad NorthEastern por el cuento Doble negación. Con Bibliotecario ganó el Concurso de Microrrelatos Severo Ochoa de la biblioteca del Instituto Cervantes de Chicago, y fue finalista del I Concurso de Microrrelatos para Twitter @1cmct gracias al texto Turno.

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