A Silvia le llegó un WhatsApp de buena mañana, mientras se preparaba para ir al trabajo. Decía que era Sonia Pérez, compañera del insti. Silvia regresó a 1992, a su instituto recién construido, nuevecito, cuando los reunieron un día de septiembre en el patio de uno de los lugares más queridos para ella y que no había pisado en 20 años. Estaban preparando una fiesta para el 25º aniversario.
Sonia Pérez emergió como un barco fantasma. Cabello rizado, gafas de pasta, sonrisa gatuna. Lo habían sido todo la una para la otra: interminables charlas al teléfono que le costaban más de un castigo. ¿De qué tenían tanto que hablar? Los chicos, siempre los chicos. Riñó a los suyos porque iban a llegar tarde al cole. El año que viene Claudia ya empezaría la ESO. Ella también tendría una buena amiga, serían “mejores amigas”, como se lo oía decir. También hablarían de chicos todo el día, o quizás de chicas. Silvia tembló al pensar que tendrían que hablar de sexo un día de estos.
Dejó pasar el día sin contestar. Entre clienta y clienta recuperaba trozos deshilachados: la fiesta mítica de Navidad que casi les costó la expulsión a algunos, el viaje de 3º a Italia, los borradores voladores del profe de ciencias, el cate de mates, el beso de José Luis… tanta vida.
Al llegar a casa besó a sus hijos que estaban con los deberes en el comedor y saludó a su madre en la cocina.
– Mamá, ¿recuerdas a Sonia Pérez? -ante su cara de duda continuó- Sí, mujer, mi amiga del insti. La de las llamadas de teléfono.
– ¡Ah! Esa Sonia. ¿Le ha pasado algo? Pásame la lechuga.
– No. Me ha escrito para invitarme a la fiesta de aniversario del instituto. Hoy no le pongas tomate a la ensalada, que le prepararé un aliño con mostaza. ¿Te quedas a cenar? – le preguntó mientras sacaba un bol del armario.
– Gracias, pero prefiero irme a casa.
– Bueno, al menos llévate la cena.
– Vale. ¿Vas a ir? A la fiesta.
– No me apetece mucho.
Tras acostar a sus hijos, se puso un rato una serie, pero enseguida su móvil vibró. A Sonia se le había ocurrido la genial idea de crear un grupo de WhatsApp. ¿Quería saber de aquellos con los que no hablaba desde hacía veinte años? ¿Revivir el pasado le aportaba algo? ¿Deseaba escuchar qué bien les iban sus fingidas vidas? Decidió que sí, porque el presente no valía mucho. Y al instante el grupo desplegó sus encantos nostálgicos.
“¡Madre mía!”, se dijo, “Manoli, Fina, Armando, ¡Joaquín…!”. Todo eran saludos cariñosos, emoticones de corazones, risas onomatopéyicas. Miguel ya estaba recordando aquella fiesta de Navidad…
“Sí, sí”, pensó, “Cómo nos hemos echado de menos, pero aquí nadie ha dado un paso para estar en contacto”. Todos prometían ir a la fiesta, Silvia se resistía, tendría que hablarlo con su ex, aclaraba. ¿Qué tenía en común con todos ellos? Un espacio compartido, unos recuerdos, muchas risas, algunas lágrimas. Lo que llegaron a reír. ¿Por qué ahora casi nunca lo hacía? Sonreír, sí, que acababa con la cara dolorida, pero la carcajada sin freno la había olvidado.
Sonia colgó una foto de las MAP (Mujeres al Poder) como les gustaba llamarse, sonrió por la ingenuidad. Allí estaban Fina, Manoli, Sonia y ella, empoderándose, con el signo de la victoria. ¿Dónde había quedado aquella fuerza? Allí estaban tan jóvenes y guapas, sí, joder, qué guapas, y lo poco que se lo creían. ¿Le pasará lo mismo a su hija Claudia? Tomás era aún pequeño, pero, ¿sentiría él la presión de las redes?
Manoli comentó:
Yo me siento PAM (por aguantar menos). Copitas brindando.
A Silvia le sorprendió, “así que Manoli también estaba harta.”, pensó. 20 años de hartazgo, quizás por eso querían reunirse, para borrar por arte de magia o de copazo la vida adulta que, como un tsunami, se los había llevado por delante. Nadie les había enseñado a ser mayores. ¿Podría ella hacerlo con sus hijos? ¿Y decirles qué? ¿Que el amor no es para siempre, que sería una suerte si trabajaban de lo que les gustase, que la pasta sí importa? ¿Qué derecho tenía ella a develarles el cinismo de la vida? Quizás madurar consistía en eso, en que fueran cayendo las vendas de los ojos.
Inconscientemente, buscó su nombre. Allí estaba su primer beso. Algo más orondo, algo más calvo. ¡Cuánto le gustó aquel beso! Comprendió que, como los yonquis, lo había ido buscando en otros.
Y escribió:
¡Yo también voy! (carita sonriente)
Quería otro beso espectacular, quería ser una MAP, quería reír sin freno, a pesar de todas las vendas que se habían caído.
Hubo aplausos, olés, pulgares en alto. Óscar dijo:
Tengo muchas ganas de retomar nuestras charlas sobre The Cure.
¿Quién era ese Óscar? En su foto aparecía un atardecer de colores naranjas y liláceos. Intentó recordar esas charlas, pero no pudo. Para él Silvia había sido importante, mientras que para ella Óscar ni había existido. Dos seres en universos paralelos, que merecían reencontrarse si a los dos les gustaba The Cure.
© All rights reserved Felisa Calle Fernández
Felisa Calle Fernández, originaria de Badalona (España), es profesora, por más de 30 años, de lengua y literatura en un centro educativo de Barcelona, donde reside en la actualidad. Su amor por la ficción la lleva a escribir.